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Opinión

Por Antonio Nicolau

Hace poco menos de un siglo y medio, un londinense que algunos lo suben al escalón de filósofo, creó una de las versiones de la ética más difundida en la etapa de la expansión de los Estado Nación decimonónicos: el utilitarismo. Básicamente, para los lectores no avezados en temas de filosofía, proponía que la ética – que es una rama de la filosofía denominada filosofía práctica – debía estar subordinada a la expansión del mayor bienestar y felicidad de los individuos teniendo como criterio el sentido común de los mismos, sin más. El utilitarismo identifica el bien con lo útil, la felicidad con lo placentero, la sociedad con el individuo. Para el utilitarismo, lo colectivo se subordina a lo individual como suma de partes: si hay muchos a los que les va bien, individualmente, a la sociedad le irá bien. En ese presupuesto, se esconde en forma eufemística la salvación individual. Cada uno saca su propio beneficio y ve qué le pasa al de al lado. El utilitarismo de Stuart Mill defiende un hedonismo individualista, similar al clásico griego que sostenía que el hombre (entiéndase que la mujer también) es egoísta per se. Esas ideas, propias del utilitarismo, fueron reabsorbidas por el neoliberalismo posmoderno – posberlinense que se expandió a lo largo y a lo ancho del planeta de la mano de la globalización mediática y que terminó en la polarización del Capitalismo como discurso único y de la que – pese al pequeño respiro de estos últimos doce años en América Latina – hoy rebrota de la mano del neoconservadurismo neoliberal con posturas disfrazadas.
Hoy, la encrucijada de nuestra Patria Grande, está sometida a esta perspectiva utilitarista de una sociedad que debe – en buena parte – sus progresos materiales y su ubicación en la pirámide social a perspectivas o corrientes políticas que son opuestas al utilitarismo.
En el medio, los interjuegos de los poderes concentrados de la economía liderados por los medios hegemónicos que – como vanguardia del cambio – se colocan como mascarón de proa de un retorno a una historia que no tiene nada de nuevo ni de cambio. Más bien huele a rancio y a conservación de las clases hegemónicas y sus defensores.
Pronto, nuestra amada patria, tendrá en sus manos la inevitable decisión de torcer la historia o quebrar la lanza.
Se impone como necesidad histórica reflexionar cuál es el mayor bienestar de las mayorías evitando partir de la visión individualista.

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