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Walter Barboza

Ahora Don José mira desde lejos. El océano Atlántico lo separa de su gesta. Que habrá sido de ese suelo prodigioso que tantas alegrías y sin sabores le trajo. Allá en el Alto Perú, recuerda, se pergeñó la perfidia que concluyó con la muerte de uno de sus mejores hombres: Bernardo de Monteagudo.

Lo dio todo por una América libre. Su formación militar, que no le iba en saga a la del político agudo, su voluntad inquebrantable para la liberación de Chile y Perú, el último bastión de resistencia española.

Pero allí, los criollos tejen conspiraciones minuto a minuto. La red de espías que Monteagudo construye, le permite evaluar la coyuntura del asalto final y de las repercusiones que generarán los debates por la formación de un nuevo Estado. Pero nadie lo apoya. Sólo gana la guerra, pero queda afuera de las discusiones políticas. Porque San Martín, al igual que Monteagudo, juegan a fondo. Saben estos jacobinos, herederos quizás del proyecto Morenista, que las horas están contadas y que pronto deberán partir al exilio ante el fracaso de su prédica.

Pasquines, minutas clandestinas, sin nombres ni firmas que se hagan cargo, manipulan a la incipiente opinión pública. Detractan a San Martín y sus hombres. A él que lo dio todo por la posibilidad de una patria nueva.

En el Río de La Plata, Rivadavia, primer Ministro de Relaciones Exteriores de las Provincias Unidas,  desconfía de sus victorias. Le resta apoyo en la guerra que inicia y que concluirá Simón Bolívar. Prefiere a las tropas realistas, que ceder poder a San Martín. Las mezquindades políticas existieron siempre. Los tibios que Dios vomitaría de su boca.

Sin apoyo, sólo queda el recuerdo de las batallas. San Lorenzo, con menos hombres, escondido en un convento a la espera del desembarco español. La estrategia de un militar que, con menor poder ofensivo, apeló a los vericuetos del arte de la guerra.

El cruce de Los Andes, con su enfermedad a cuesta. Esa úlcera que lo pone fastidioso y le da más firmeza, aún, a sus prácticas de conducción militar y política. La imaginación para oponerse a la falta de recursos. Las victorias.

Ingrata la gloria, que sólo le reconoce sus virtudes de gran militar, cada vez que se acerca la fecha de su muerte. ¡Es tan cara la lucha por la soberanía política y la independencia económica! ¿Pero cuántos la quieren, cuántos la pretenden, cuántos están en condiciones de comprender la magnitud de su importancia?

Quizás debió regresar para conducir a los Federales en las guerras por la formación del estado nacional argentino, si es que se vio tentado por Dorrego como cuenta la historia. Quizás debió ser más firme y administrar poder con dureza en el Alto Perú. Enseñarles a esos criollos de pacotilla, que esa nación debía convertirse en una República sin ton, ni son. Pulsear con Bolívar para ver quién era más libertador que quién, quién era más estratega que quién, quién estaba en condiciones de delegar en sus hombres la redacción de los documentos políticos fundacionales de un nuevo Estado, como si lo hubiera hecho con claridad soberana Bernardo de Monteagudo. Pero la urgencia del exilio lo obliga a partir a Francia. La necesidad de proteger su vida.

Así paga la historia a sus héroes. La patria fratricida. La expulsión. Allá, bien lejos. Donde no molesten. Donde nos dejen gobernar. Donde nos dejen definir el país que queremos. Sus herederos verían con agrado que cualquier hombre de naturaleza revolucionaria, capacidad transformadora, carácter inclaudicable, se fuera al exilio bajo el mote de dictador, fascista, antidemocrático, perturbador del orden natural de las cosas. Le sucedió a Perón, a la generación del setenta. La cara visible son aquellos que inauguran, como aves de rapiña, comidas estrambóticas en las que intentan juntar el agua y el aceite. O líneas telefónicas para “buchonear” a la gente que cree en la política como una herramienta de transformación social. El anonimato, para hacer de la delación una práctica política, oculta la mirada y la perspectiva de una parte de la sociedad que incapaz de hacer frente al debate político actual. Los “no merecedores” de hacer los homenajes para recordar a quien se hubiera avergonzado del carácter reaccionario de sus políticas. Porque San Martín, fue ante todo un revolucionario.

 

 

 

 

 

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