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Enero de 1996. Provincia de Santiago del Estero, Argentina. Interior profundo y basto. Las clases medias, y media alta urbana, disfrutan las bondades de la paridad cambiara. El dólar barato les permite viajar por Europa, el caribe, por países más exóticos como la India o el mundo antiguo. Es el triunfo del mercado y de la farsa del consumo.

 Por Walter Barboza descarga

Enero de 1996. Provincia de Santiago del Estero, Argentina. Interior profundo y basto. Las clases medias, y media alta urbana, disfrutan las bondades de la paridad cambiara. El dólar barato les permite viajar por Europa, el caribe, por países más exóticos como la India o el mundo antiguo. Es el triunfo del mercado y de la farsa del consumo.

En la Argentina menemista todo es fiesta. La distribución desigual de la riqueza ciega a los sectores de mayores ingresos. El estado está en extinción y nadie parece advertirlo. La embriaguez de la “tilinguería” no ve que el país se desangra por dentro.

 Y allí al costado de la Ruta Nacional N° 9, salida del monte agreste, una mujer mendiga en la soledad del desierto santiagueño. Está famélica y su hijo desnutrido. Su pequeño es apenas una criatura de tres años debilitado por el hambre y la miseria. Su cara, cadavérica, lo dice todo. Lo que pasa en la Argentina de la derrota, de los despojados de siempre.

Como en el siglo XIX, durante las guerras civiles, el interior vuelve a pagar la fiesta de las clases dominantes porteñas. El ensañamiento con los “bárbaros del interior” es más feroz. Antes fusilaron a Manuel Dorrego, más tarde a Facundo Quiroga. Fueron las medidas ejemplificadoras que implementaron para señalar el camino que no debían seguir.

Los porteños trazan una línea divisoria imaginaria en el mapa político. Sin embargo irán más allá cuando, quizás por azar, decidan dividir a la Ciudad de Buenos Aires del resto de las Provincias con una avenida que llevará por nombre el del General Paz. Allí, en la construcción de ese camino, la historia del siglo XIX cobra su sentido pleno: el “manco” Paz es el único general unitario que derrota en un campo de batalla a Facundo Quiroga, máxima expresión de la rebeldía de los pueblos del interior contra la hegemonía porteña.

Es el triunfo de la civilización sobre la barbarie. El triunfo del ideario de Sarmiento, por sobre los intereses populares. Para los pobres de la argentina, la historia es un eterno retorno. La reiteración de una práctica política que los humilla y sojuzga a más no poder.

Argentina con la muerte y el escarnio niega su condición de América Latina, de América morena, la posbilidad de convertirse en un estado plurinacional que incluso reconozca las unidades políticas existentes antes de la llegada de los españoles a estos páramos.

La imagen de esa mujer en plena desolación y abandono replicará al norte, sur, este y oeste del país. Será la que descubrirán tardíamente los periodistas de las cadenas nacionales a partir de diciembre de 2001 y que convertirán en un objeto de estudios, o acaso en el dato que les permitirá comprender que en el país hubo en ensayo planificado para la destrucción de la nación. Quizás el hijo de esa señora no haya llegado a contar su historia porque lo peor de la crisis argentina recién se iniciaba.

En la Argenitna de 2013 el discurso del consenso de Washington cobra relevancia y su condición restauradora. Así lo expresan sus voceros que, enquistados en sus trajes impecables, auguran un destino trágico si no se producen modificaciones sustanciales en el tablero político. Son partidarios del ajuste fiscal, el endeudamiento externo y las relaciones carnales con los Estados Unidos. Son los pregoneros de la mano dura, y el gatillo fácil, para suprimir la herencia de la política librecambista. Son a los que, ingénuamente, una tribuna de desmemoriados aplaude a rabiar. Los que, parafraseando a Eduardo Galeano, “financian el garrote con el que luego serán golpeados”.

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