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El Negro se llamaba Roberto Antonio Rocamora, tenía 19 años y era mi amigo desde que nos conocimos en el Colegio Nacional. Y éramos amigos en serio, aunque a veces al Negro daban ganas de cagarlo a trompadas, porque no te dejaba pasar una.

Daniel Cecchini48-5to_5ta_-_1973

Director periodístico de Miradas al Sur 

Recuerdo con extraña precisión cuándo supe que habían matado al Negro. Eran las cinco de la tarde del 8 de julio de 1975 y estaba tirado sobre una cama de la pensión de 5 y 57, en La Plata. Beto leía en voz alta el diario La Gaceta y yo lo escuchaba distraído. También estaban Tody y Marilú. Beto se llamaba Alberto Peón y está desaparecido. Tody se llamaba Pedro Mazzochi y lo secuestraron cuando estaba haciendo la colimba; apareció acribillado días después en un falso enfrentamiento. Marilú afortunadamente está viva y me guardo su nombre. Eran las cinco de la tarde cuando Beto empezó a leer la noticia sobre unos estudiantes asesinados esa madrugada y pronunció el apellido Rocamora. Me contuve para no saltar de la cama. “¿Qué dice del ministro?”, pregunté como si estuviera en otra cosa. (En ese momento, el ministro de Trabajo de Isabel Perón era Alberto Rocamora). “¡¿Qué ministro?! –me contestó Beto–. Es uno de los pibes que mataron anoche”. Entonces si salté de la cama y dije:
–¡Carajo, es El Negro!
–¿Qué Negro? –me preguntó.
El Negrito del GUS –le contesté.
–¡No puede ser!
Pero era. Habían matado al Negro. De los que estábamos ahí, yo era el único que conocía su nombre.
El Negro se llamaba Roberto Antonio Rocamora, tenía 19 años y era mi amigo desde que nos conocimos en el Colegio Nacional. Y éramos amigos en serio, aunque a veces al Negro daban ganas de cagarlo a trompadas, porque no te dejaba pasar una. Me acuerdo de una mañana de noviembre de 1972, durante una asamblea en el Colegio. No sé qué dije, pero lo que dije al Negro lo sacó. “¡Pequeño burgués de mierda, dejá de hablar al pedo y empezá a militar!”, me gritó delante de todos. Y yo quería cagarlo a trompadas. Pero tenía razón: yo hablaba mucho –me encantaba escucharme– y no hacía nada. El Negro, en cambio, había empezado a militar en el Grupo de Estudiantes Secundarios Socialistas (Gress), y lo hacía de la misma manera que hacía todo: sin guardarse nada.
El Negro venía de una familia de obreros y tenía una manera muy concreta de ver las cosas, más pegada a la realidad que la de la mayoría de sus compañeros en un colegio que hervía revolucionado por los vientos políticos de la época pero que no dejaba de imponernos su impronta elitista. Por entonces éramos casi inseparables. Él era el líder indiscutido de nuestra división de quinto año, promoción 73; yo, un provocador que abusaba impunemente de sus lecturas y de su facilidad de palabra.
El verano siguiente nos fuimos a dedo a Mar del Plata, con unos pocos mangos. A mí me los había tirado mi viejo, él se los había ganado arreglando jardines en Gonnet, donde vivía. Dormimos en la playa hasta que conseguimos alojamiento en la casa de Sandra, una chica de tercer año de la que El Negro estaba perdidamente enamorado. Desayunábamos todo lo que ponían en la mesa para aguantar el resto del día sin gastar en comida. (Muchísimos años después, en una reunión de Amigos con Memoria del Colegio Nacional, el hermano de Sandra se me acercó y me contó que su madre todavía recordaba ese verano y que siempre decía: “¡Qué hambre tenían esos chicos!”).
Así tiramos casi quince días, durante los cuales El Negro intentó que me integrara al Grupo Universitario Socialista (GUS) cuando empezáramos la facultad. Los dos íbamos a estudiar en el Museo aunque en carreras diferentes: él había elegido Ecología; yo, Antropología. No pudo convencerme. Aunque entonces no se lo dije, yo ya había decidido acercarme a una organización armada. Las vacaciones se acabaron cuando a mí se me terminó la plata. Con lo poco que le quedaba, El Negro compró dos pasajes para que nos volviéramos a La Plata y, antes de subir al tren, se metió en un negocio de la estación y salió con dos cajas de alfajores Havanna. Me dio una y me dijo: “Tomá, así llevamos algo a nuestras casas”.
Nunca militamos juntos. El Negro se integró a la Organización Comunista Poder Obrero (OCPO); yo primero a los Grupos Revolucionarios de Base (GRB) de las FAL22 y después al PRT-ERP. Discutíamos mucho, nos encontrábamos exclusivamente para discutir y por el placer de vernos. Yo le decía que la OCPO tenía poco contacto con las realidades cotidianas del pueblo; él me contestaba que los perros éramos unos reformistas con fierros. Eran discusiones apasionadas, a veces duras, pero nos sabíamos del mismo lado, compañeros. Y nos sentíamos hermanos.
A fines de 1974, cuando la militancia hizo imposible que me quedara en mi casa, El Negro me ofreció su trabajo. Se trataba de limpiar de noche, o a la mañana muy temprano, la librería de Emilio, el padre deCarozo, una militante de la OCPO que también había sido compañera del Colegio. Carozo se llamaba Graciela Pernas y está desaparecida.
–No,Negro, es tu laburo. Cómo me lo vas a dar –le dije.
–No seas boludo, vos necesitás trabajar. Si no, cómo vas a mantenerte, burguesito –me contestó y después de un silencio siguió diciendo–: Además, yo quiero proletarizarme (pronunció la palabra con cierto orgullo) y para eso tengo que tener un trabajo en serio.
Acepté. Para entonces ya nos veíamos poco. La intervención fascista en la Universidad Nacional de La Plata había suspendido las clases y al Museo solamente íbamos para rendir los exámenes finales. La represión se hizo más dura y las bandas parapoliciales de la Concentración Nacional Universitaria (CNU) habían empezado a asesinar militantes impunemente, en zonas liberadas por la Bonaerense. De tanto en tanto nos mandábamos una cita a través de algún compañero para encontrarnos y seguir discutiendo. El Negro no se rendía en su intención de que me pasara a la OCPO. Yo quería incorporarlo al PRT.
A principios de 1975, para mi cumpleaños, nos encontramos en una cita armada cerca de nuestro Colegio y me regaló Izquierdismo. Enfermedad infantil del comunismo. En ese momento, ese libro era una chicana, pero a mí no me importó. Era un regalo del Negro y, además, tenía una dedicatoria –sin nombres, por supuesto– que me conmovió.
Fue una de las últimas veces que vi al Negro. En los meses siguientes armamos algunas citas, pero la represión y las tareas que cumplíamos en nuestras organizaciones hacían cada vez más difícil que nos viéramos. Esos chicos que no hacía mucho habíamos compartido las aulas del Colegio Nacional y nos reuníamos a estudiar en una u otra casa vivíamos ahora de una manera muy diferente. Ninguno sabía dónde dormía ni de qué trabajaba el otro.
A Roberto Antonio Rocamora lo mató la CNU la madrugada del 8 de julio de 1975, en una operación que los fachos llamaron “Once por Ponce” y que fue una masacre indiscriminada en represalia por la muerte de Gastón Ponce Varela, uno de los laderos del jefe del grupo de tareas, Carlos Ernesto Castillo (a) El Indio. Fui el único de sus compañeros del Colegio Nacional que no pudo asistir a su entierro. Me senté en el banco de una plaza por donde sabía que iba a pasar la caravana fúnebre y lo vi irse, dolorosamente lejos.
Menos de un año más tarde, en la fuga apurada de una casa que ya no era segura, perdí (junto con un ejemplar de Los tres mosqueteros,de la vieja editorial Tor, que aún añoro) el libro que me había regalado para mi cumpleaños. Todavía recuerdo la dedicatoria sin nombres que El Negro escribió en la primera página: “De un compañero que quiere ser revolucionario para otro que deberá serlo”.
Sé que no cumplí, Negro, pero lo intenté.
Hasta la victoria siempre.

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