Del fracaso del incardinamiento y el régimen disciplinar

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Por Walter Barboza

Es apenas una reflexión sobre los debates que por estas horas sacuden a la sociedad argentina y que muchos consideran que se trata de un asunto nativo. La violencia social es un problemática más general, que afecta a gran parte de las sociedades modernas y que está en la propia génesis de los regímenes disciplinares. Aquí algunas líneas que dan cuenta del problema: la distribución de las ilegalidades, el régimen penal y su extensión al conjunto de la sociedad.

Crímenes cada vez más violentos, detenidos en cárceles de los servicios penitenciarios que se escapan, organizaciones de narcotraficantes VIP, violencia social por doquier, son la muestra evidente de que los mecanismos previstos por las sociedades de control y disciplinamiento han fracasado.

El sueño de la modernidad con su reforma penal, la que permitió dar el paso de la práctica del suplicio y el castigo corporal público al encierro, y del encierro y el aislamiento a la estratificación, y de allí a la jerarquización de las penas -con el objetivo de recuperar a los reclusos y encausar sus conductas para devolverlos a la sociedad- no ha podido en sus más de doscientos años de historia dar respuesta a un problema teórico que todavía la aqueja.

Si el “incardinamiento” tenía como objetivo evitar la reincidencia, la paradoja de las sociedades disciplinares es que han logrado una “distribución de los ilegalismos” que le ha permitido a cada uno de los sectores sociales establecer cuál es el campo de acción sobre el que operar.

Los sectores con mayor poder de organización, forman parte de las actividades criminales más sofisticadas, el lumpen proletariado desarrollará su tarea en la marginalidad y en la violencia cotidiana. En la Argentina se conoce a este esquema binario como “ladrones de guante blancos” por un lado y “malandras” por el otro.

Tecnología política del poder de castigar, las formas que las sociedades modernas han encontrado para el disciplinamiento del cuerpo social, un poder sutil que se disemina a partir de determinadas representaciones sociales -poner en valor el sentido de la pérdida de la libertad- no han servido de mucho para constituir un marco de referencia de los límites y alcances de las legalidades.

En la medida en que el sistema se consolida como un instrumento de represión, el crimen se acentúa. ¿Entonces es la sociedad disciplinar el modelo a seguir, si ella da cuenta de sus propias incapacidades para encauzar al cuerpo social? La transferencia que de ese régimen de las penas se ha hecho sobre el conjunto del sistema (“La disciplina es una anatomía política del detalle”, sentenciaba Michel Foucault en la década del sesenta), también ha fracasado. Los mecanismos de control de la sociedad -trabajo, escolaridad, servicio militar, vida eclesiástica- han intentado ser el vector de lo que el régimen penal sancionaba y sanciona.

Por estos días de enero de 2014 la Argentina debate desde lo mediático y periodístico la necesidad de poner coto a los problemas de la “violencia social cotidiana”. Los argumentos son planteados solo desde una perspectiva angular que la atribuye a un problema de clases sociales. El crimen, y lo demuestran las páginas de los periódicos que alimentan a diario discursos xenófobos y racistas, es un problema transversal a la sociedad en su conjunto. La “distribución de los ilegalismos” es el resultado de un largo proceso de constitución de la sociedad tal y como la percibimos. Más policías, más ejércitos, penas más duras, un número mayor de presidios, no contribuirán a avanzar sobre ningún tipo de solución, porque lo que se necesita es un debate profundo sobre el régimen disciplinar.

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