El impacto por sí solo es directo. Un Chávez ganador que echa por tierra el discurso que intenta constituir el proceso político latinoamericano en un simple “relato”. Lo leemos a diario en las páginas de los principales diarios del país, cuando se menciona cualquier gestión del gobierno nacional como el “relato kirchnerista”. La alusión, despectiva por naturaleza propia, obvia lo que en América latina se ha venido construyendo desde fines de la década del ´90, cuando el paradigma neoliberal daba signos claros de agotamiento, de haber ingresado en una espiral de deterioro inconducente e incontrolable.
Voceros, el sistema, tiene en todos lados. Veedores, que juegan al límite de la legalidad, también. Y en eso estaban, operando a diestra y siniestra, cuando el pueblo venezolano los sorprendió con un aluvión de votos que llegó al 80 por ciento del electorado. Hablaron, en la recta final de las elecciones, de una dictadura, olvidando que Chávez está en el poder por obra y gracia del voto popular. “Extraño dictador” que gana elecciones desde hace trece años a través de las urnas, reflexionó tiempo atrás el escritor Eduardo Galeano.
Es cierto, el petróleo le ha dado a Venezuela un plus diferencial que le permitió constituir un estado al calor del precio del crudo. El desarrollo desigual y combinado en la historia de América Latina, la sitúa ahora en un lugar de disputa por la hegemonía latinoamericana junto a Brasil. Un Estado nacional, cuyo crecimiento industrial le permite contar con una producción de alto valor agregado.
Ello, para la prensa hegemónica no cuenta. Ignotos cronistas devenidos en analistas de política internacional, hablaban de los problemas de inseguridad, de las altas tasas de inflación, de la desocupación del Estado “chavista”. Perdedores en su país de origen, fueron a contarle las costillas a un Chávez que, curiosamente, se mostró cauto, incluso, después de que ya se sabía de su triunfo. Si hasta el propio Henrique Capriles dijo que estaba orgulloso de “vivir en el mejor país del mundo”. Es decir, en aquel país que los cronistas extranjeros catalogan como una dictadura gobernada por un personaje sumamente autoritario.
Seguramente Venezuela no es la tierra prometida. Tampoco es el mejor país del mundo. Seguramente está entre los estados menos poderosos del planeta. Seguramente cuenta con serios problemas de seguridad, pobreza, desempleo e inflación. Pero que es democrático, que contó con una organización ejemplar a la hora de transmitir información fidedigna, que va camino a la profundización de un proceso político que supera la categoría de “relato chavista”, es seguro; que fue, en términos de legitimidad, seriedad y fidelidad, mucho más claro que el papel que jugaron los veedores argentinos, los que, violando la Ley Electoral venezolana, se animaron a decir que Capriles había ganado sin siquiera atender al hecho de que nadie tenía el resultado cierto. “Del ridículo no se vuelve”, decía Perón: Y así le fue a Jorge Lanata, que tuvo que pedir una pausa para poder tragar el sorbo amargo y después se despidió con un seco “se nos terminó el programa, nos vemos el domingo que viene”. Después, lo demás, es cuento conocido: su narcisismo, y su pose de intelectual Americano, pudo más y pavoneándose con una carpeta de los servicios de inteligencia venezolanos en la mano, éstos no hicieron más que lo correcto: detenerlo para indagarlo sobre la especie. La estrategia para recalentar la temperatura de los foros virtuales de los medios nacionales dio resultado: facebookeros y twitteros salieron en defensa de la libertad de expresión y del ataque a los medios de prensa que garantizan la pluralidad de ideas. La actitud fue entendida por las fuerzas de seguridad de Venezuela como una provocación. Actuaron como se actúa en cualquier país del mundo, cuando alguien intenta sobrepasar los límites de la legalidad.
Zonceras argentinas, sin dudas, en un país que ratificó con el 55 % de los votos su decisión de continuar acompañando al presidente Chávez, en la profundización de esas políticas que intentan superar definitivamente la herencia del paradigma neoliberal de la década del 90.