Daniel Cecchini*
En la Comunidad wichí Campo del 20 no tienen agua. Tenían, pero ya no tienen. Se la sacaron. Así de sencillo, así de letal. “Un día vino un escribano nacional y tenía unos papeles. Vino con una camioneta y unos criollos y se llevaron la bomba y los caños. Los caños los rompieron y no los recuperamos. Es una más con que nos quieren echar. Nos amenazan de desalojo, de matarnos, pero nosotros nos ponemos firmes”, dice Amancio Jara y sus palabras son pausadas pero suenan firmes, decididas. Amancio Jara tiene poco más de cuarenta años, aunque su rostro está marcado por la indescifrable edad del sufrimiento del pueblo wichí. Es la cabeza de una de las treinta familias que integran la comunidad y que defienden su suelo. Lo poco que les queda de su tierra ancestral y que ahora también les quieren quitar. De cualquier manera.
Campo del 20 está a menos de veinte kilómetros de Las Lomitas, en el centro geográfico de Formosa. Hacia 1919, el territorio wichí donde está ubicada sumaba veinte mil hectáreas, a uno y otro lado de la ruta nacional 81. Las fueron perdiendo de a poco, en un proceso inexorable de ocupación orquestado por sucesivos gobiernos, empresas y criollos –o blancos, como también los llaman– usurpadores. Hoy les quedan apenas quinientas hectáreas que están en litigio. “Dicen que nosotros usurpamos, pero nosotros existimos antes del ferrocarril, cuando Las Lomitas eran tres o cuatro casas. Los criollos vinieron después y nos fueron sacando la tierra. Ellos son los usurpadores”, dice Isidoro Castillo, hijo del pastor anglicano Ascencio Castillo Palma, de origen wichí, quien tuvo a su cargo, hasta su muerte, una iglesia rancho que ya no existe.
El caserío está junto a los terrenos del antiguo cementerio indígena, que es a la vez una prueba de sus derechos ancestrales. Es una tierra árida, polvorienta, donde se levantan unos treinta ranchos. Las paredes son de barro y los techos de paja. Algunos pocos tienen también unas pequeñas galerías armadas con palos que sostienen chapas de cartón. Las lonas y los plásticos, desplegados entre palo y palo, los ayudan a protegerse de un sol que llega a pegar muy fuerte, de las lluvias –que escasean, sobre todo este año, cuando la región central de Formosa sufre una seca–, pero más que nada del polvo que castiga levantado por el viento. Esos terrenos son la única tierra que les queda y que está en peligro.
La maniobra de usurpación está sostenida por un boleto de compraventa, fechado en 2001, mediante el cual un tal Oscar Peña (DNI 8.220.148) traspasó esas quinientas hectáreas a Carmen Raquel Chávez (LC 5.577.575), representada legalmente por el abogado Ramón Juárez (DNI 10.869.177), marido de Haydeé, la hermana de Carmen Chávez. Pero a Oscar Peña no lo conoce nadie, ni tampoco hay –hasta donde el cronista pudo averiguar– otro documento que ese boleto de compraventa con el cual se demuestre que era el propietario de las tierras. “No sabemos quién es, pero no es wichí. Entonces nunca pudo ser dueño”, dice Bernardino Martínez, un indígena enjuto, el único al que el cronista le vio unos anteojos. Basado en esa documentación –y a partir de una denuncia del abogado Juárez–, el juez formoseño Sergio Rolando López ordenó el desalojo. La comunidad Campo del 20, representada por un abogado de la Asociación Civil por los Derechos Indígenas (Adepi) –ONG cristiana con sede en Las Lomitas–, presentó una apelación que todavía no está resuelta. “Resistimos. Ni le vamos a hacer caso a lo que ellos dicen. Acá están los restos de nuestros antepasados. Este es un lugar ancestral”, insiste Martínez mirando fijo al cronista.
La ofensiva para el despojo no se da en ese único frente. El abogado Juárez también consiguió una medida de no innovar que impide a los pobladores originarios de Campo del 20 modificar absolutamente nada en esos terrenos. “No nos dejan cortar ni un palo, ni tocar una rama. No podemos sembrar para mantener a nuestras familias. Pero no nos vamos a ir, nos vamos a quedar, cueste lo que cueste”, dice Abel Saravia, representante de la comunidad. Con esa medida de no innovar en la mano fue que apareció el escribano público nacional Antonio González con una camioneta y unos criollos y les desmanteló la bomba para dejarlos sin agua. Mientras lo hacía, la policía formoseña miraba desde lejos. También Juárez –siempre el abogado Juárez– denunció penalmente a los wichí Abel Saravia, Silverio Moreno y Ramón Cabrera por el delito de “usurpación”, y al abogado de Adepi Daniel Cabrera por “instigación a cometer delito”. Ni lerdo ni perezoso, el juez Sergio López los citó para tomarles declaración indagatoria. “El juez acepta todo lo que dice Juárez. Nunca vino a constatar nada”, dice el wichí Martínez. Lo que se llama rapidez para impartir cierta justicia.
En Las Lomitas, los unos y los otros conocen bien al magistrado y a sus hechos. Hace unos meses dejó en libertad a un violador de 29 años –blanco, el sujeto– que había abusado de una niña de 12. Para el entendimiento del juez, el hombre hizo lo que hizo porque la niña lo había provocado. El cronista también pudo saber de otros casos similares, perpetrados por el hijo de un policía contra otra niña de igual edad, en Pozo del Tigre, y por un gendarme contra una adolescente de 16. El juez los liberó a ambos, esgrimiendo los mismos motivos que en el caso anterior. En Las Lomitas también conocen bien al abogado Ramón Juárez. Cinco fuentes locales le confiaron al cronista el origen de su poder. “Tiene carpetas con los chanchullos de todos. Los del juez, los del intendente, los de varios concejales. De ahí viene que todos bailan con la música que él toca”, definió una de ellas, que prefirió un prudente anonimato. Tal vez por eso, Campo del 20 es una comunidad rigurosamente vigilada. Los integrantes de la Asociación por la Cultura y el Desarrollo (Apcd), que les presta ayuda, ya no pueden visitarla. Si se acercan, la policía aparece de inmediato.
La visita del cronista –un sábado a la mañana– fue objeto de una curiosa maniobra de la que no se dio cuenta hasta un rato después. El viaje desde Las Lomitas había sido acordado para las 9, cuando el representante de la comunidad, Abel Saravia, pasaría a buscarlo en su moto por el hospedaje donde paraba. Saravia llegó, pero no para llevarlo sino para avisarle que más tarde vendría a buscarlo un auto rojo. El cronista no lo sabía, pero los movimientos de Saravia están bajo constante atención policial. En cambio, el destartalado auto rojo de Amancio Jara tenía muchas más posibilidades de escapar a esa vigilancia. Así pudo llegar a Campo del 20 sin contratiempos. Durante la entrevista que mantuvo con los hombres de la comunidad –encargados de las relaciones con el mundo exterior, mientras que las mujeres wichí se quedan a distancia–, el cronista pudo ver cómo siempre había uno o dos que no parecían prestar atención a lo que se hablaba sino que permanente oteaban a la distancia. “Quién sabe si viene la policía”, le contestaron cuando preguntó. Saravia llegó mucho más tarde, solo, en su moto.
Por ser sábado, en el rancherío están todos los niños. De lunes a viernes, la mayoría de ellos se quedan en la Comunidad La Pantalla, distante a 18 kilómetros, para poder asistir a la escuela. La Pantalla tiene solamente once hectáreas donde viven apretujadas 185 familias. Así y todo, reciben solidariamente a los chicos de Campo del 20. “Comen y duermen en casa de gente conocida, que los recibe para que puedan estudiar”, dice Isidoro Castillo. Y lo dice con agradecimiento. “Wichí” significa “gente” y en su cultura la gente tiene que dar lo que tiene a quien lo necesita. Para cualquier integrante de las comunidades, una acusación de egoísmo es la peor ofensa que puede recibir. “Mezquino” –dicho en castellano o en el idioma originario– es un insulto devastador, una condena social de la que no se vuelve. Por eso los líderes son los más obligados a dar y casi siempre son los más pobres en una comunidad donde sólo hay pobres.
La falta de una escuela en la Comunidad no sólo obliga a los chicos a estar separados de sus familias de lunes a viernes sino que provoca otros problemas. La ausencia de niños durante la semana le da un argumento más a los usurpadores de la tierra wichí: si en Campo del 20 no hay menores de edad es más fácil desalojar a sus habitantes. “Hace tres o cuatro días vino la policía para constatar si había chicos. Vinieron a hacer un acta diciendo eso y nos dijeron que la firmáramos. Nosotros no firmamos nada”, dice Bernardino Martínez, el wichí de los anteojos. Era una situación sin salida: si decían que no había chicos, facilitaban el desalojo; si los chicos estaban en la Comunidad, los podían acusar de no mandarlos a la escuela. Tener una escuela propia es otra de las reivindicaciones de la Comunidad, pero mientras la medida de no innovar dictada por el juez López siga vigente no pueden ni soñar con ella.
Isidoro Castillo ceba el mate con una pava grande, ennegrecida por el humo de la leña, que le ha alcanzado su mujer. Es la única pava que se cebará hasta que se agote, porque el agua es algo que no hay. La mujer de Castillo es la única que se acerca al grupo en toda la mañana. Con sus polleras largas y el cabello siempre recogido, las mujeres de la comunidad van de acá para allá por el caserío, rodeadas de chicos y de las pocas gallinas que hay, sin pasar nunca cerca del lugar donde los hombres están reunidos con el cronista y el mate da vueltas a la ronda con reflexiva lentitud, casi al ritmo moroso con que hablan los wichí. Nunca se interrumpen entre ellos. El que quiere decir algo espera siempre a que el otro termine. El grupo se ha armado alrededor de una mesa improvisada con dos caballetes y una tabla. Hay una única silla que alguien ha traído de su rancho para que el cronista –no sin cierto pudor– pueda sentarse. Los hombres de la comunidad que están presentes –unos veinte– también rodean la mesa, pero a un metro de distancia a uno y otro lado, apoyados contra dos barandas armadas con troncos. Allí hacen siempre sus reuniones.
Hay más hombres en la Comunidad Campo del 20 pero esa mañana de sábado están en Las Lomitas. Algunos, recolectando alimentos; otros, haciendo alguna changa. Nunca se van todos a la vez del caserío porque temen que la ausencia de los varones propicie alguna acción violenta de desalojo. Los wichí de las comunidades aledañas a Las Lomitas no tienen planes gubernamentales. “Lo que viene de Formosa se lo dan a los blancos, a nosotros nada. Creemos que debe haber alguien en Las Lomitas que desvía todo para la gente blanca. Nosotros quedamos siempre afuera. Apenas hay algunos jóvenes que cobran la asignación (se refiere a la AUH), pero ésa es porque viene directo de la Nación y no pueden desviarla”, dice Bernardino Martínez. El delegado Saravia espera a que su vecino termine de decir lo suyo y agrega: “Nuestro gobernador habla de asistencia a los pueblos indígenas pero nos deja solos. No hay asistencia para nosotros. Nos tenemos que buscar nuestros propios medios y tampoco nos dan trabajo”. En la ronda abundan los reproches para Gildo Insfrán, pero el destinatario de casi todas las quejas es el intendente de Las Lomitas, el justicialista Francisco Eladio Gaetán. “No hay empleados wichí en la Municipalidad de Las Lomitas, ni uno, ni para barrer –dice Martínez–; en Formosa puede ser, pero acá no”. El cronista pudo saber que hay unos pocos empleados jornalizados de origen wichí en la Intendencia, casi todos dedicados a la recolección de basura, pero que su número es insignificante. La discriminación se da en todos los ámbitos, no sólo en lo que se refiere a los planes de asistencia o trabajo. “En el hospital también nos dejan atrás. Dejan siempre pasar a la gente blanca y nosotros tenemos que esperar, siempre”, insiste el wichí de los anteojos.
La relación de los wichí con la política de los criollos es esquiva. Por un lado, funcionan con su lógica originaria, de cazadores y recolectores, que los impulsa a ir hacia dónde hay algo, no importa de qué partido se trate. Por el otro, quemados con leche, desconfían de la vaca. Porque la vaca de la política partidaria y electoral ha sido y es, para ellos, esencialmente mentirosa. Mezquina. Ya se dijo: a la Comunidad Campo del 20 no llegan los planes, ni tampoco el Estado –manejado, claro, por los políticos criollos– les da trabajo. Peor: los discrimina. “Nunca viene un funcionario a ver qué necesitamos ni qué nos pasa. Nunca piensan en nosotros. Nos pueden hacer cualquier cosa que ellos no vienen. Vienen nada más los punteros cuando hay elecciones y prometen. Todos prometen. Y después vemos que no cumplen para nada. En cambio, a los criollos sí les dan. Poco, pero les dan”, dice Amancio Jara, el único indígena que tiene un auto –ese desvencijado coche rojo que anda de milagro– en toda la zona. La solidaridad y el apoyo a la gente de Campo del 20 viene de otros lados: de “las iglesias”, como dicen sin definir cuáles, y de sus propios connacionales indígenas. Ocho de las comunidades que integran la interwichí de Las Lomitas se han organizado para apoyar a esos hermanos que están aún peor que ellos.
La pava se ha agotado y el mate descansa sobre la mesa. El calor del mediodía formoseño pega fuerte aunque las copas de los árboles amortigüen los rayos de un sol impiadoso. Los hombres siguen turnándose para hablar –sin superposición alguna–, para decir lo suyo. Es entonces cuando Isidoro Castillo, el hijo del wichí pastor anglicano, se desprende del tronco donde está apoyado y dice como si recitara una lección aprendida para aprobar un examen que es de vida o muerte: “El artículo 75, inciso 17, de la Constitución, dice reconocer la preexistencia cultural, étnica y territorial de los pueblos originarios. También la Constitución dice que hay que regular la entrega a los indígenas de terrenos aptos para el desarrollo humano. Estos son nuestros terrenos y siempre fueron nuestros. Estamos antes que todos y son nuestras raíces. Eso es lo que defendemos de los que nos lo quieren sacar”.
En el caso de la Comunidad Campo del 20 está muy claro quiénes se las quieren sacar. La punta de lanza es el abogado Juárez, que no hace mucho fue también a apretarlos en persona. “Esta gente vino y nos dijo que para qué queremos las tierras si no trabajamos, si no hacemos nada. Si no hacemos nada es porque ellos no nos dejan. Y ellos viven sentados, sin hacer nada, ganando de lo nuestro. El doctor Juárez tiene autos, oficina, chalet, y nosotros somos los que vivimos en la miseria. Y tiene todo eso porque alquila los terrenos que son nuestros. Alquila cada una de las hectáreas por catorce mil pesos de entrada y, después, mil al mes. Por cada una. Saque la cuenta”, dice Saravia, el representante de la Comunidad.
La resistencia wichí es pacífica, sin violencia alguna, ni siquiera con la justa violencia a la que tienen todo derecho los aplastados. Uno de los carteles pintados que tienen entre dos árboles flameando con el viento infernal de Campo del 20 dice “No queremos una segunda Primavera”, en referencia a los cortes de ruta de esa comunidad qom, reprimida una y otra vez con una impunidad que va a contramano de los derechos que debería garantizar la democracia. “Dicen que somos violentos. Si fuéramos como ellos dicen hubiéramos peleado por las veinte mil hectáreas que nos quitaron. Y nosotros queremos estas quinientas. Queremos el cementerio, para que no aren más sobre nuestros antepasados, y queremos esta tierra para vivir. No es de ellos, es nuestra”, dice Bernardino Martínez.
Nadie dice más. El cronista tampoco pregunta: prefiere que el silencio lo ayude a entender, si fuera posible, más allá de las palabras. El calor sigue subiendo y calienta la tierra seca; las mujeres caminan entre los ranchos, cerca pero lejos; los chicos miran curiosos, sin jugar; las gallinas picotean el polvo estéril de Campo del 20. Los hombres siguen sin hablar. Entonces, sólo entonces, después de ese silencio, Bernardino Martínez, el wichí de los anteojos, dice como si (se) sentenciara: “No nos vamos a ir. Cadáver nos van a sacar de acá”.
*Director periodístico de Miradas al Sur