Entre principio y fin de los años 60, millones de jóvenes de los Estados Unidos, Europa, los países socialistas y América latina ocuparon una y otra vez la escena mundial. Desde entonces y hasta hoy, quedó planteado un interrogante fundamental: ¿Qué tuvieron en común la Primavera de Praga, el Tlatelolco mexicano, la Córdoba de Pampillón, Woodstock, el Otoño Caliente italiano, el Mayo de Francia?
Negada por algunos, afirmada por otros, la oculta concatenación de las rebeliones juveniles parece explicarse en las profundas transformaciones que afectaron las bases mismas de las sociedades desarrolladas y de los países dependientes. Fue en este contexto que surgieron los nuevos movimientos sociales y donde impactará de lleno la lucha por la autodeterminación de los pueblos del Tercer Mundo.
En la década del 60, la guerra de Vietnam marcó un corte entre los movimientos revolucionarios clásicos, fundados en la alianza de obreros y campesinos –desde la Revolución Bolchevique hasta la Revolución China–, y la aparición, con un protagonismo decisivo, del movimiento estudiantil y el «obrero de nueva generación».
Pese a que la revolución vietnamita expresaba todavía la vieja alianza de clases, su épica radicalizará poderosamente la nueva composición social que emergía en los centros de la economía mundial, capitalista y socialista, y en los países periféricos.
El papel de la educación
El nuevo protagonismo del estudiantado hundía sus raíces en la conquista de los derechos sociales por parte del proletariado industrial europeo. Si ese proletariado había aportado, ya desde las primeras décadas del siglo, sangre, sudor y lágrimas al proceso de acumulación capitalista, en la era del Estado Social se afirmará el derecho a la salud, la educación y el trabajo como bienes sociales estrechamente ligados a la modernidad.
La escolarización de masas y la incorporación de los jóvenes al proceso productivo fueron, entonces, datos fundamentales de los nuevos movimientos sociales. Después de la Segunda Guerra, el crecimiento en la escolarización, desde el nivel primario hasta la universidad, fue explosivo en el mundo industrializado, incluídos los países socialistas.
La extensión del Estado Social (o Estado de Bienestar) otorgó a la educación un valor determinante para la igualdad de oportunidades y la consideró imprescindible para sostener el pacto democrático –verdadero pacto de clases en el seno del Estado– que debía apoyarse en ciudadanos instruidos.
La cultura juvenil ganó autonomía e impregnó a otras capas de la sociedad, y serán las universidades y las escuelas los escenarios donde esta nueva fuerza desplegará sus reivindicaciones.
Este movimiento mundial, que se extendió hasta mediados de los 70, fue también una respuesta a la masificación social que trajo la extensión del fordismo, con su economía de escala, su cadena de montaje, su producción estandarizada, su «obrero masa» o su «gorila amaestrado», junto con el pacto social democrático y keynesiano y su política de expansión del consumo ligada al desarrollo del Estado Social. Por último, la integración mundial de los medios de comunicación de masas permitió al movimiento difundirse rápidamente en todo el planeta.
Negros, blancos y amarillos
En el triunfo vietnamita fueron decisivas las batallas ganadas en la opinión pública mundial, donde encontró una masiva solidaridad, y en el corazón de su enemigo, cuando el pueblo estadounidense, que había imaginado la guerra como una carga de caballería contra los sioux, recibió los féretros cubiertos con la bandera de las barras y las estrellas.
La resistencia a la intervención entroncó rápidamente con la lucha por los derechos civiles. Tras el asesinato de Martin Luther King, en 1963 estalló la insurrección negra de los ghetos del norte; en 1964, se rebeló el gheto de Watts, en Los Angeles; en 1967, el de Detroit. Fueron levantamientos que se ligaron a nuevas corrientes político-religiosas, como la de los «musulmanes negros», y que en algunos casos tenían una franca orientación socialista, tal el caso de las Panteras Negras de California.
A partir de 1967, en varios países europeos –particularmente en Alemania, Italia y España– se expandían las luchas del movimiento estudiantil por lograr formas alternativas a la educación oficial.
En Francia, la agitación comenzó en marzo, conducida por grupos universitarios maoístas, trotskistas y anarquistas, y luego se sumará todo el estudiantado, incluyendo los alumnos secundarios. La protesta duró varios días y, a partir del 13 de mayo, se extendió a las grandes fábricas, protagonizada por los obreros y buena parte de los cuadros técnicos intelectuales.
Entre junio y agosto de 1969, nuevas agitaciones se producen en Irlanda del Norte. La amplificación del conflicto a toda Europa activó el componente étnico nacional en Belfast y Derry, donde las tropas especiales británicas reprimieron duramente las protestas, y dinamizaron los movimientos vasco, bretón, corso y sardo.Entretanto, en Chicago la policía atacó con fiereza la manifestación de la nueva izquierda contra la candidatura de Hubert Humphery, un intransigente partidario de la intervención norteamericana en Vietnam.En México, previo al comienzo de las Olimpíadas que tenían a ese país como sede, una masiva movilización estudiantil provocó una crisis política que culminó con la masacre de Tlatelolco, cuando la policía ametralló y mató a centenares de jóvenes en la Plaza de las Tres Culturas.
La Primavera de Praga
En febrero de 1968, un documento conmocionó al Partido Comunista checoslovaco y a la intelectualidad de Praga. El texto, elaborado por sectores críticos del propio partido y conocido como «las 2.000 palabras», propuso reformas sustanciales: la introducción de mecanismos de mercado e iniciativa individual en algunos sectores de la economía, libertad de prensa, de disenso y crítica, y respeto del derecho de las personas por parte del Estado.El líder del movimiento, Dubcek, era partidario de una amplia discusión sobre la Checoslovaquia socialista y, en particular, de la revisión de las purgas stalinistas
En Polonia, en el mismo período, una importante movilización estudiantil ocupó el Politécnico de Varsovia. Aunque la policía aplastó la protesta, fue un importante antecedente de la constitución del sindicato independiente en los 70.
En Belgrado, Yugoslavia, la movilización de marzo de 1968 concluyó con la aceptación de algunas reivindicaciones, apoyadas por el propio mariscal Tito.
El 22 de agosto de 1968, las tropas del Pacto de Varsovia, ponían fin a la experiencia reformadora en el campo socialista.
Los valores del movimiento
El igualitarismo y la actitud libertaria le otorgaron al nuevo movimiento un marcado carácter anti-sistema. Se rescataba el conflicto como generador de autonomía y liberador de energía, mientras se rechazaba la política como forma de dominio. Surgía así la centralidad de lo social por sobre lo político y lo económico, ubicando en el centro del conflicto la lucha contra la discriminación social y racial, enmarcada en la lucha entre el capital y el trabajo.
Pero este estallido de acción y pensamiento no logró fundar propuestas de gestión estatal, de gobierno y de organización, que se correspondieran con las nuevas demandas sociales. Los moldes clásicos de poder y de organización popular, anclados en las experiencias obrero-campesinas, se impusieron intelectual y políticamente y frenaron la imaginación y la creatividad del movimiento.