¡Sudaca de mierda, vete a tu tierra! me dijo el ibérico vendedor callejero, igual que yo, resolviendo un problema que nada tenía que ver con la raza, ni con la historia, con esa frase tan cortante como un latigazo. Y enseguida el desprecio me impidió decirle que a mi tierra habían arribado millones de europeos y de españoles en busca de mejores tiempos, mirando por un refugio para su situación de guerra, intentando dibujar un nuevo panorama para su hambre. ¿Para qué iba a decirle todo eso a esa bestia a la que lo único que le interesaba eran sus dos metros cuadrados de calle para vender sus, mis baratijas?
Me estaba diciendo “sudaca de mierda” a mí, que soy platense, que soy blanquito, hijo de una buena familia universitaria, un pequebú hecho y derecho, vamos, que la sinrazón y la barbarie de la dictadura militar me habían llevado al exilio en la lejana Europa, a convivir con los desclasados españoles, con los moros, con los gitanos, con los negros africanos. A trocar a Gramsci o a Sartre por la pelea mañanera en un mercadillo de pueblo, para poder vender.
Serrat dijo que los argentinos no habíamos inventado un término despectivo para referirnos a los españoles. Puede, pero sí para los bolitas, los perucas, los chilotes, términos tan cargados de desprecio como llamar “negro” a un conciudadano.
Es por eso que indignado y preocupado por la muerte de un ciudadano boliviano en la ciudad de La Plata, mi ciudad, empiezo este pequeño relato con el “sudaca de mierda”, imaginándome cómo sacarían pecho los argentinitos, contra “este gallego de mierda”, sin pensar que tal vez el mismo dedo índice con que señalan al “gallego” está disparando el revólver que mató al boliviano.
Madrid. Agosto 2011.