Emilio Marín- La Arena
La semana pasada el gobierno subió el piso del mínimo no imponible del impuesto a las ganancias. Eso estuvo bien, más allá de su fin electoral. En cambio, bajar la edad de imputabilidad a los menores es una política electoralista y desacertada.
Para los radares del gobierno nacional hay dos zonas que más importan a partir del resultado adverso del 11 de agosto en las PASO.
Una es la provincia de Buenos Aires, su habitual bastión perdido a manos del emigrado Sergio Massa y una coalición heterogénea al gusto de las grandes patronales y bancos.
Ese traspié puso a funcionar a full las usinas kirchneristas para ver de recuperar una buena parte de los votos propios hacia el «Frente Renovador», que tiene algo de lo primero y nada de lo segundo.
El otro lugar al que las antenas oficialistas están atentas es Nueva York donde anidan los «fondos buitres», el juez Thomas Griesa y la Corte de Apelaciones que vienen fallando en línea antiargentina. Tratar de cambiar la suerte en esos estrados, o al menos ganar tiempo, es la intención del gobierno. En esto parece copiarse de la táctica de «aguantar al adversario», empleado con éxito por el DT Ramón Díaz el jueves contra un equipo futbolísticamente superior. El ministerio de Economía, consciente de sus limitaciones frente a aquella poderosa formación financiera-jurídica neoyorquina, quiere que no le hagan más goles.
Volviendo al escenario bonaerense, fue positivo fue que la presidenta resolviera elevar el piso del mínimo no imponible al impuesto a las ganancias; solamente van a a pagarlo quienes cobren más de 15.000 pesos. Fue un alivio para un amplio universo de asalariados y trabajadores pues 1.4 millón quedará exento.
Para que el fisco no se desfinancie, el Congreso dio media sanción a dos proyectos enviados por el Ejecutivo. Se grava con el 15 por ciento las transferencias de acciones de empresas que no coticen en Bolsa, ya sean argentinas o extranjeras. La distribución de dividendos tendrá ahora que pagar el 10 por ciento. Sumados, el gobierno recaudaría 2.400 millones de pesos hasta fin de año.
Esas iniciativas contactan con demandas populares y vacían la canasta oportunista de Massa.
Así no.
El otro caballito de batalla del intendente de Tigre había sido la inseguridad, presentando su municipio como modelo a imitar en materia de control policíaco, instalación de cámaras y limitación de los delitos (propaganda insolvente si las hay pues su propia vivienda había sido robada en un country).
Varios funcionarios de gobierno esbozaron una respuesta a ese fenómeno social en una línea muy coincidente con lo que venía reclamando Massa y otros contendientes bonaerenses ubicados más a su derecha, caso de Francisco de Narváez, y Mauricio Macri en la Capital.
Con el argumento de que el delito venía cambiando y el gobierno debía modificar sus programas, Daniel Scioli justificó la creación del ministerio de Seguridad y la entronización allí de un intendente como el de Ezeiza, Alejandro Granados, cultor de la «tolerancia cero con el delito». El flamante ministro ha prometido llevar los 50.000 efectivos de la Bonaerense a 100.000 en pocos años, coherente con el punto de vista de que hay que saturar de policías y patrulleros las calles y poblarlas de cámaras, que comparte con el massismo. Hombre de armas tomar, Granados tiene mucha afinidad con los polémicos dichos del ex gobernador Carlos Ruckauf: «hay que meter bala a los delincuentes».
Su consigna de «tolerancia cero» denota que en esos parajes bonaerenses mandan las teorías y medidas recomendadas por el Manhattan Institute, propagandizadas aquí por el seudo ingeniero Blumberg.
En sintonía con esa doctrina punitoria, Scioli y el candidato Martín Insaurralde, con apoyo del secretario de Seguridad Sergio Berni, comenzaron su campaña para presionar al Congreso para que baje a 14 años la edad de imputabilidad de los menores. La pobre fundamentación de tal reforma repite lo dicho años atrás por la derecha local y neoyorquina, de que los menores son los mayores delincuentes («subversivos urbanos» dijo el Manhattan Institute).
Frente a ese refrito reaccionario en bocas que antes hicieron gárgaras de progresismo, el cronista cita a Eugenio R. Zaffaroni en febrero de 2011: «bajar la edad de imputabilidad es criminalizar a los chicos que molestan; los homicidios cometidos por menores de entre 14 y 16 son 20 por año en todo el país». Y pide revisar el buen Acuerdo de Seguridad Democrática presentado por el CELS en 2010 y reiterado a Scioli en 2011.
Vuelan en bandada.
Aquella cierta defección del gobierno en la defensa de los derechos humanos, cediendo a la prédica de Clarín y su protegido Massa, en cambio, no ha ocurrido en otro asunto importante: el pleito que se libra contra los «fondos buitres». Paradojalmente se afloja ante el Manhattan Institute de Nueva York, pero por suerte no ante los capitales más especulativos que allí sobrevuelan.
Esos fondos NML, Aurelius y otros lograron otra ventajita del juez Griesa: están habilitados a reclamar información en busca de posibles embargos contra YPF, Enarsa y otras empresas públicas. Preparan así las condiciones para cobrarse con embargos, en caso que la Corte Suprema de EE UU no se aboque al expediente y queden firmes los dos fallos de primera instancia: el de Griesa y el de la Corte de Apelaciones. Esas resoluciones obligarían al país a pagar de contado 1.330 millones de dólares a los «fondos buitres» que se negaron dos veces a ingresar al canje de títulos, a contramano de lo que hizo el 93 por ciento de los acreedores.
La carta argentina es que su apelación ante la Corte Suprema del norte sea exitosa, pero este destino no es nada seguro. Y no sólo por razones técnicas, de que apenas algunas centenares de causas son consideradas cada año por ese tribunal y la abrumadora mayoría, varios miles, es devuelta, confirmándose los fallos previos. También pesa, y muchísimo, la política: los «fondos buitres», como dijo Cristina Fernández desde San Petersburgo, tienen «mucho, muchísimo poder».
Conscientes del largo de su pico, esos bonistas no tienen intención de ingresar en el canje, aún cuando se les haya abierto la puerta por tercera vez.
El gobierno nacional debería revisar su valoración positiva del gobierno norteamericano, que tuvo hasta la última reunión del G-20. Tuvo expectativas de que intervendría a su favor para que la Corte Suprema entendiera en el expediente y eso no ocurrió. Creyó que el FMI se presentaría como «amicus curiae» y madame Lagarde no lo hizo. Pensó que en San Petersburgo habría un repudio a los «buitres» y ese fue un capítulo omitido.
El lugar en el mundo.
Hasta hace poco la jefa de Estado presumía de su participación en el G-20, como si fuera un centro de poder mundial prestigioso, bien visto por la mayoría de la población. Los dos días por la última cumbre debería servir para que tomara nota de que esas apreciaciones estaban alejadas de la realidad.
La práctica mostró que hay dos G-20, dividido en dos mitades. Un G-10, que en la jerga argentina podría nominarse como «Grupo A», liderado por EE UU y nutrido por el Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Japón y Canadá, etc. Este sector es el responsable mayor de que la crisis económica global no tenga arreglo, y peor aún, fomenta, sobre todo EE UU, otra abyecta agresión militar, en la ocasión contra Siria.
En ese G-10 no debería permanecer la Argentina, pues no aceptó su pedido de condenar los «fondos buitres» e insistió en la apertura de mercados reclamada ante la OMC. Como si esas no fueran suficientes razones, hay que decir que aquí están los británicos usurpadores de Malvinas.
En las deliberaciones en el Palacio de Constantino, de un tiempo zarista que ya fue, asomó la otra mitad del G-20, con la que el país sí debe profundizar la relación. En ese G-10 o Grupo B se ubican Rusia, China, India, Brasil, Sudáfrica y otros que nadie podrá catalogar de «pesos mosca» en la política y economía internacional.
Ese bloque sí condena a los «buitres», reclama la reactivación de la economía mundial en oposición a los preceptos del FMI, rechaza la agresión a Siria y apoya a la Argentina en su sistemático reclamo por Malvinas.
Como dando pasos en esa dirección, la reunión bilateral más trascendente que mantuvo Cristina Fernández fue con el presidente chino Xi Jinping. Ella le expresó a Xi el valor que tiene para la Argentina la relación con China dado que es «el segundo socio comercial del país después de Brasil». Lo bueno es que su apreciación no se limitó a lo comercial sino que incursionó en el plano político: «es sumamente importante para nosotros el trabajo y los lazos con China a quien además de un socio importante consideramos un país amigo».
En suma, al regreso de Rusia la presidenta debería reevaluar cuál es el lugar de Argentina en el mundo. Lo mejor es el Mercosur, Unasur y Celac, donde ya está, y avanzar hacia el ALBA y la mitad rescatable o «G-10».
En cambio, el mejor sitio para Massa, Macri y De la Sota, ya se sabe, es ser súbditos del Norte, que empieza en el barrio de Palermo, cerquita de la Sociedad Rural. Allí está la embajada norteamericana, zona adonde llegarán estos días muchos manifestantes argentinos con sus reclamos por la paz en Siria y por la libertad de los 5 cubanos presos hace 15 años en EE. UU.