Por Walter Barboza
El cuerpo de David Daniel Moreira yace en el piso en estado de agonía. Es el símbolo de los tiempos que corren en la Argentina. Una turba de rosarinos enardecidos lo detuvo porque aseguraba que había robado la cartera de una ocasional transeúnte. Lo golpearon hasta casi matarlo, porque no murió en la calle sino 48 horas después en el hospital Clemente Alvarez de esa ciudad.
Para las página policiales, y la prensa pregonera de la mano dura, se trató de un caso de justicia por mano propia. Para los mesurados: la respuesta de una sociedad temerosa y enfermiza que, permeable a los discursos aterradores, acciona como un animal salvaje ante la inminencia del peligro. Fue como en “El Matadero”, de Esteban Echeverreía, pero al revés. Una triste metáfora de la pérdida de sentido de la vida y de la condición humana. Acaso una ruptura del “contrato social” entre las instituciones jurídicas y amplios sectores de la población que no creen en ella. Lo que plantea un interrogante: ¿Si no se cree en la justicia, cuál es el camino que le queda a la sociedad?.
De David Moreira solo se sabe lo que dijeron sus padres: que era un buen chico, trabajador y que carecía de antecedentes penales. Suficiente para no aventar sospechas sobre su vida. Ahora claman por justicia, la que le correspondía si en lugar de asesinarlo a golpes lo hubieran detenido y entregado a la policía por el supuesto delito del cual loa acusaban. Pero nadie quiso cumplir ese paso, solo entregarse a la faena, a la mórbida tarea de molerlo a palos.
Y ello ocurre en un contexto en el que el anteproyecto del “Código Penal”, se encuentra fuertemente cuestionado por el discurso de quienes creen que la solución a la violencia social solo se impone a fuerza de garrotazos. En su evolución histórica el suplicó antecedió a la prisión. Entonces el modelo carcelario, como forma del disciplinamiento social, fue ampliado al resto de la sociedad con el objetivo de encauzar las conductas y las irregularidades de la población.
Ese modelo de disciplinamiento, que parece haber hecho crisis, quizás nos ofrezca algunas respuestas a los grandes interrogantes que la sociedad se plantea para avanzar en fórmulas reparatorias. Porque tal vez no se trate del fracaso, sino del triunfo del modelo carcelario. Un modelo cuyo sentido más profundo pareciera ser el de producir, organizar, estimular y clasificar la delincuencia. Una suerte de modelo que se reproduce permanentemente y que encuentra en el crimen su razón de existir. La fuga de presos, la salida acordada con personal de los servicios penitenciarios, el reclutamiento de jóvenes que son obligados a robar para la policía. Es la historia de un territorio que se ha convertido en lugar común para delincuentes y policías. Luchar contra eso es la tarea de la sociedad que reclama que los “corderos” sean encerrados bajo la mirada panóptica de los lobos.
El caso de Moreira nos recuerda que es necesario retomar la lectura de algunas crónicas de Rodolfo Walsh (“Vuelve la secta del gatillo y la picana”), en las que narraba de qué manera en la década del ´60 la policía de la provincia de Buenos Aires elaboraba todo un montaje para encarcelar a algún “perejil”. No es el caso de Moreira, a quien nunca se le pudo demostrar ningún delito, pero la cita viene a cuento para señalar que muchas veces esa justicia opera como la verdad de una justicia que se impone frente a los pobres. El caso de Moreira es su versión exasperada. Alguien tiene que pagar por su muerte.