Daniel Cecchini
Conocí a Sábato a los 14 años, en un libro de la biblioteca de mi padre, y me sumergí en la alucinación neurótica de un túnel que me pareció maravilloso.
A la salida, llevado por la lógica que tenía aquella biblioteca, me esperaban La Náusea y el existencialismo de Sartre.
Recién después leí Sobre héroes y tumbas y no me gustó, aunque me pegó fuerte el manejo del coloquial en algunos personajes.
Abadón, leído en plena dictadura, me pareció pobre, confuso y siniestro. Casi un exterminador de la palabra. Lo leí bajo la sombra de la traición de un encuentro con Videla que tal vez no haya podido esquivar, pero sobre todo de los innecesarios elogios con los que cubrió al dictador al salir de aquel almuerzo.
(Mucho después supe que, en una reunión privada con Jacobo Timerman, a mediados de 1976, se había quejado amargamente de las violaciones de los derechos humanos que se estaban cometiendo, y que Jacobo, rápido de reflejos, le ofreció una página en La Opinión para que, con el prestigio de su firma – que lo hacía intocable –, las denunciara. Sábato no lo llamó jamás, ni le atendió el teléfono).
Durante todos esos años no dijo una sola palabra pública sobre Haroldo Conti, Paco Urondo o Rodolfo Walsh.
Su mayor contribución al informe “Nunca más” fue haberle dado el cuerpo de un prólogo a la teoría de los dos demonios.
Nunca más leí a Sábato, aunque una tarde, en una sesión de análisis – por esas cosas que tiene la asociación libre – descubrí que El túnel no era otra cosa que el negativo fotográfico de El extranjero de Camus.
Acabo de escuchar que Sábato acaba de morirse, a los 99 años.