Entrevista realizada por Rolando Revagliatti
María Malusardi nació el 12 de abril de 1966 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, República Argentina. Desde 1989 ejerce el periodismo (entre otros medios gráficos, en las revistas “Nómada”, “Lugares”, “El Arca”, “Nueva”, “Debate”, “Caras y Caretas” —entre 2013 y 2015 exclusivamente sobre poesía argentina— y en los diarios “Perfil Cultural”, “Clarín”, “La Gaceta Cultural”). Además de impartir talleres de Lectura y Escritura, dicta las materias Estilo y La Entrevista en Taller Escuela Agencia (TEA). Su poemario “el sastre” obtuvo la Mención Especial del Premio de Literatura Casa de las Américas 2015, de Cuba, y otro, “trilogía de la tristeza” —traducido al francés y editado en 2013 como “trilogie de la tristesse” (Zinnia Editions, Lyon, Francia), en formatos papel y electrónico—, resultó finalista del Concurso Olga Orozco 2009. Es la responsable de la selección, edición y el ensayo preliminar del volumen “Obra poética” de Raúl Gustavo Aguirre (Ediciones del Dock, 2015). Poemarios publicados entre 2001 y 2017: “El accidente”, “la carta de vermeer”, “variaciones en la niebla”, “diálogo de pescadores”, “museo de postales”, “trilogía de la tristeza”, “el orfanato”, “la música”, “artista del trapecio”, “el sastre” y “el desvío y el daño”.
1 — Dos meses y pico antes de que el presidente Arturo Umberto Illia fuera destituido por una Junta Militar… naciste.
MM — Siempre lo digo: nací el mismo año del golpe de Onganía. Me impacta. Mi hermano más chico nació un mes antes del golpe de Videla. Es muy fuerte para nosotros. Aparecí en este mundo a la madrugada.Una y pico de la mañana, dice mi madre. Y agrega: “No querías nacer, te resistías a nacer.” Es gracioso cómo mi madre me responsabiliza. A esta altura me da ternura su gesto. Era muy joven y yo fui muy deseada por mis padres. Es probable que eso me haya salvado de todo lo que vino después, el desastre familiar. El horror en el que se transformó mi familia de origen a partir de la enfermedad de mi padre.
Yo tenía tres años. Mi madre estaba embarazada de mi segundo hermano. Mi padre se enfermó gravemente. Sus riñones estaban en crisis severa. Le dieron seis meses de vida. Tenía 33 años. No recuerdo ese año entero que duró el drama, la inminencia de la muerte; no recuerdo hechos concretos aunque suelo imaginármelos como si fueran ciertos (los relatos van y vienen), pero llevo ese sentimiento de tragedia, dolor y muerte dentro. Hasta hoy. Se ha inoculado. Es crónico. Un sentimiento de muerte, de pérdida que pude alguna vez graficar bien en un poema —en varios o en casi todos— pero esencialmente en éste, de “variaciones en la niebla”: “si no llega es porque en el camino si uno se va no vuelve si va a la niebla no de la niebla si uno del viaje no vuelve descarrila uno en el camino cada vez”. De niña, esperaba con tensión y extrema angustia, la llegada de mi madre o mi padre, cuando debían ir a buscarme a algún lado. Y si había un retraso, yo entraba en pánico. La espera se tornaba una pesadilla. A veces, aún me sucede con mis seres más queridos.
Mi madre cuenta que durante los meses que duró la enfermedad, mi padre gritaba y lloraba: “Me voy a morir”. Yo escuchaba. Veía. Estuve en medio de ese clima hostil y doloroso. Mi madre estaba a punto de parir a Gastón, mi primer hermano. Nació en medio de esa catástrofe. Mi padre se curó. Y, parece, fue casi milagroso. Siempre él habla del doctor Miatello, un nefrólogo genial. Él lo sentenció: “Te quedan seis meses de vida”. Y luego lo salvó. Malabares, misterios de la ciencia. No lo sé.
Sin embargo, el sentimiento trágico no comenzó allí. Mi padre lo arrastra desde niño. El padre de mi padre era corredor de autos de Fórmula Uno. Se mató en una carrera, en la prueba de posición, en Mar del Plata. Esa carrera la ganó Juan Manuel Fangio y se la dedicó a mi abuelo, Adriano Malusardi. Ese hecho es un estigma familiar. Mi padre tenía doce años. Quedó marcado de por vida. Ese sentimiento trágico cayó en mí, y seguramente en mis dos hermanos, de una manera demoledora. Tengo un sentido trágico de la vida. Aquí, el poema que antes cité, se resignifica.
Encontré en internet este fragmento que escribió Ángel Somma: “El sábado 26 de febrero se desarrollaron los ensayos previos a la competencia que quedaron manchados por un hecho trágico. El piloto argentino Adriano Malusardi falleció carbonizado luego de que a su Alfa Romeo 3200 se le prendiera fuego el depósito de combustible, provocando el incendio de su máquina en la subida que desembocaba en el Boulevard. Esto provocó mucha congoja en Fangio y los demás corredores, además de la conmoción del público.”
Narro esto porque tiene mucho que ver con mi ser poeta y, sobre todo, con mi vida, mi manera de estar en el mundo y de percibir. La poesía surge, permanece, trasciende los extremos. Ciertas experiencias pueden abrir canales que conducen a zonas de absoluta vulnerabilidad, donde no hay resguardo, no hay respuestas, no hay de dónde agarrarse. Zonas de intemperie a las que cualquier ser humano podría acceder, pero no cualquiera lo hace porque no cualquiera lo tolera. Ahora bien, una vez que se llegó allí, no hay retorno. No sé si elegí llegar a ese descampado, pero llegué. Y la poesía sólo puede escribirse desde ese lugar, casi mítico, inalienable, del ser. Ciertos hechos ayudan, conducen. Cierto infierno interior que sólo el arte y el amor ayudan a sobrellevar. Aunque el amor, por momentos, se vuelve parte de ese infierno. Comparto lo que dice Antonin Artaud: “No hay nadie que haya jamás escrito, o pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, a no ser para salir del infierno.”
Mientras escribo esto, leo “Léxico familiar”, de Natalia Ginzburg, una de mis narradoras amigas. Amiga porque me acompaña siempre desde su obra maravillosa. Su manera sencilla y honda me ayudará para esta remembranza. Pues hace tiempo que no leo narrativa. Sólo poesía y ensayo filosófico. Leer esta novela me da un respiro. La narrativa airea. La poesía y la filosofía me sofocan. Es pura exigencia, pura pasión.
2 — Entresaco: tu estar en el mundo y percibir.
MM — Por lo que te conté antes y mucho más. Mi padre hoy tiene 81 años. Es una gran persona, un hombre cálido, afectuoso, un padre total. Me alegra tenerlo aún. Sucedió que a los pocos años de su recuperación —yo ya tenía seis o siete— mi abuela materna, a quien yo adoraba, se enfermó gravemente (¡la misma enfermedad de mi padre!) y mi madre, que estaba por tercera vez embarazada, perdió al bebé de cinco meses. Casi se muere. Se fue en sangre. No recuerdo ese episodio. Lo he borrado. Me lo han contado. Sólo sé que mi hogar, desde la enfermedad de mi padre en adelante, se tiñó de horror. Mi abuela materna murió dos años más tarde. Mi madre quedó hundida en la tristeza desde el momento en el que su madre enfermó. La tristeza de mi madre, desde mis cinco años en adelante, se prolongó durante toda mi infancia y parte de mi adolescencia. Ahí vino otra letanía trágica: mis padres empezaron a llevarse muy mal. Nació Nicolás, mi otro hermano, y antes de que él cumpliera los dos años, se separaron en términos muy crueles. Fue muy traumático. Eran otros tiempos. 1978. El clima era tenso. Difícil. Mis padres se odiaban. Era catastrófico y violento. Una violencia que estaba en el lenguaje, no en el cuerpo. Pero una violencia al fin. Ya sabemos, quienes nos dedicamos a trabajar con la palabra, lo que la palabra puede. Sus alcances filosos.
Quisiera aclarar algo esencial: la escritura poética no es biográfica. ¡No debe serlo! Rechazo lo confesional, lo autorreferencial. Puede resultar burdo. La escritura debe transformar. Los hechos reales son disparadores, pesados y contundentes disparadores. Lo que pasó pertenece al plano de la acción. Lo que se cuenta o poetiza es lenguaje —acción en el lenguaje, si se quiere. Es otra cosa. Lo que se muestra o se cuenta —aunque se desprenda de un hecho autobiográfico o de una emoción surgida de la experiencia— no es la vida sino el efecto simbólico de la experiencia. Es una cuestión estética. Pero para que sea verosímil, debe surgir de lo que elaboramos, simbólicamente, a partir de la experiencia. Que no es literal. No es la experiencia misma, sino el resultado de un proceso interior que cae con todo su peso en el lenguaje. Lo explican muy bien Hegel, Walter Benjamin, Giorgio Agamben después. De todas maneras, es fundamental diferenciar el poema de la narración. En el poema, el lenguaje decide, arrastra, impone y desde allí se talla. En el relato, las palabras se amoldan a los hechos. Es un proceso mental casi inverso.
Mis mejores momentos en la infancia los pasé con mi abuelo materno cuando, en las vacaciones de invierno o de verano, nos llevaba a mi hermano Gastón y a mí al campo. Nicolás aún no había nacido. Mi abuelo era sastre. Un sastre de mucho prestigio. Le hizo trajes a Perón (década del 40) y a Luciano Pavarotti (cuando vino a la Argentina). Me contaba mi abuelo que ningún sastre se animaba a hacerle el jaqué con el que luego cantó en el Teatro Colón. Y mi abuelo sí. Se lanzó el viejo. El cuerpo de Pavarotti era monumental, no resultó sencillo. Mi abuelo me contó que luego Pavarotti le encargó veinte trajes más, porque quedó encantado. Con estos dos nombres podemos imaginar lo que hubo en el medio. Mi abuelo, Bruno, venía de una familia de inmigrantes italianos del norte y muy pobres, como la mayoría de los inmigrantes de entonces. Desde niño trabajó. Pintaba como los dioses. Cursó hasta tercer grado. Un hombre brillante, áspero y cerrado. Cuando yo era niña, él ya se había comprado unas tierras, un campo en la zona de Ayacucho. El campo para mí fue un lugar feliz. El único. Iba con él. Me puso en contacto con los caballos. Me enseñó a ensillarlos y a montar. Desde pequeña, cuando iba al campo con él, cada año, buscaba mi caballo y me iba sola al medio del campo. En ese momento, sólo en ese momento, era feliz. También el campo está en mi poesía. El caballo es un animal muy importante para mí. Solía dialogar con mis caballos. Tuve tres —aclaro que es una posesión simbólica. Había una buena tropilla y mi abuelo me designó los que consideraba podía yo manejar sin peligro. Los recuerdo muy bien. De muy niña, el Pintao (tengo fotos de mis dos años sobre él), luego el Malacara (un caballo de cuadrera que tenía un andar bellísimo, veloz y sofisticado) y el Rubio, un alazán duro, difícil de montar porque se movía, el muy desgraciado, cada vez que ponía un pie en el estribo para subir. Una vez, mientras intentaba montarlo, dejó caer su vaso sobre mi pie entero, que quedó mal herido. Tenía un galope tosco y era duro de boca, se necesitaba mucha fuerza para frenarlo. Me es grato rememorar esta parte salvaje de mi infancia. Hoy la veo así. Entonces, todo era un juego para salirme del mundo que me oprimía. El departamento, la familia, la escuela. Yo, una niña urbana, llegaba al campo de mi abuelo y me soltaba al viento, quería ser una hoja crepitante, una rea, una desamparada de verdad amparada por ese mundo abierto y abismal que es la llanura. Son mis épocas de niña —hasta los catorce o quince— salvajes, muy salvajes. Allí, subida al caballo era ajenamente libre. Me iba sola al medio del campo, desde donde no se veía más que horizonte, montes a lo lejos, ramilletes de animales. Y respiraba la maravilla de existir. Era consciente de esto siendo niña. Eran mis únicos momentos de felicidad. Luego regresaban la ciudad, mi familia, la escuela, todo eso tan árido y difícil.
3 — De tu autoría, “la oveja excluida”, deja entrever una muerte y un martirio interior.
MM — En uno de esos paseos a caballo, maté una oveja. Yo tendría unos doce años. Estaba en medio del campo, sola. Había un rebaño de ovejas. Me bajé del caballo y me acerqué caminando hasta las ovejas, que empezaron lentamente a huir. Y me prendí de una, de su lana áspera. Me monté sobre ella, jugando, sin apoyarme, puesto que tenía miedo de dañarla. Quedé con los pies apoyados en el piso. Ella empezó a corcovear. Las otras corrían desesperadas berreando. De pronto, se desvaneció. Sólo recuerdo que me asusté, monté el caballo y corrí hacia la casa. Le conté a mi abuelo. Con miedo, porque era bravo el viejo. No me dijo nada. Después supe que la oveja había muerto. Supe que las ovejas tienen un corazón frágil. Son, digamos en términos humanos, emocionales y cardíacas. Pobrecita. Nunca me lo perdoné. Una niña tan urbana como yo matando una oveja… Escribí, tantos años después, “la oveja excluida”. La segunda parte del libro “el orfanato”. Rescaté ese recuerdo y sus consecuencias. La transformación fue interesante. A partir de esta historia, podría hacer un texto teórico sobre el proceso de escritura. Sobre la transformación de la experiencia, la utilización del recuerdo, la materialización de los hechos en la palabra, en el poema. Cómo aparece el arte a partir de una experiencia concreta que, luego de muchos años, resulta subjetiva, tergiversada, llena de agregados, de interpretaciones. De todas maneras, admito que la oveja es un animal presente en lo que escribo. Sin duda, todos los elementos de mi experiencia en el campo han dejado fuerte huella.
4 — Te tenemos (con nuestros lectores) en nuestra principal metrópoli y en el campo bonaerense. ¿Dónde más te tenemos en tu infancia, y aun después?…
MM — Vaya otra historia paralela: Mis padres tenían una casa quinta, muy sencilla, pero llena de árboles frutales. Estaba en Moreno, en el oeste del conurbano. Un lugar de pocas casas y mucho campo, monte. Las casitas de esa zona eran todas muy sencillas y pequeñas. Era un barrio semipoblado, digamos. Aunque la casa era modesta, el parque, según mi recuerdo de niña, era enorme. No había plena felicidad para mí allí, pero jugaba mucho, corría, andaba en mi bicicleta azul, remontaba barriletes, ayudaba a mi padre a cortar el césped, me hamacaba, cazaba luciérnagas que ponía en frascos de dulce vacíos. Lo que hacen todos los niños para sobrellevar la vida que no pueden justificar pero deben transitar. El problema es que ese lugar era la representación patente de la familia junta. Un fin de semana entero. La familia pequeño burguesa. Me causaba infelicidad y angustia. Mi aspecto salvaje, durante mi infancia, me ayudó a sobrevivir, es evidente. Trepaba a los árboles. Recuerdo los durazneros, la higuera, los manzanos, el ciruelo y sobre todo el nogal, del que mi padre tuvo que bajarme unas cuantas veces. Yo trepaba hasta la cima y luego no podía bajar. Él subía y me rescataba. También esto aparece en mi poesía de manera insistente. Estos hechos son ramalazos en la memoria. Las escenas que habitan la memoria, sobre todo escenas de mi infancia, son esenciales para mi escritura. Le dan cierta materialidad y argumentación. La infancia y los sueños, diría, son medulares para la escritura.
Mi adolescencia es un espacio en fuga en relación a la poesía. Era deportista. Me distraía, me divertía, me conectaba con el cuerpo y sus transformaciones. Ser jugadora federada de hockey me ayudó, creo, a aceptar ese proceso tan difícil. El deporte resultaba no sólo un espacio lúdico sino que requería de mucha exigencia y compromiso. Y, sobre todo, me sacaba de la casa materna. También tenía muchas amistades, grupos diversos. Y me enamoraba. Siempre enamorada de algún chico. Nunca en paz. La intensidad no es la mejor compañía. En esos tiempos, me gustaba tocar la guitarra y cantar. Me gustaba el rock nacional. Y el rock inglés. Luego, me alejé de toda esa vida e, incluso, de toda esa música.
A mis veinte años, largué la carrera de biología, que al terminar el secundario había sido mi pasión, mi vocación muy marcada, y empecé compulsivamente a escribir poesía. Además, la música siempre fue un tema crucial. Infancia, adolescencia. Es difícil contar la propia vida, puesto que hay historias paralelas, como muestra de manera flagrante David Lynch. No somos eso sólo, eso que se ve. Somos mucho más, aun lo que desconocemos de nosotros mismos. Mientras iba al campo y andaba a caballo, también tocaba la guitarra y cantaba en mi habitación. Ciertamente, ambos tenían en común que eran espacios de soledad e introspección. Siempre me gustó la música. Pero sólo pensé en dedicarme cuando largué la carrera de biología. Empecé a estudiar flauta traversa, una deuda pendiente de mi infancia. Mi padre me regaló el instrumento. En ese entonces empecé a estudiar Musicoterapia, que era una carrera que aún andaba por los zócalos. La democracia estaba en pañales. Aunque creo que siempre estará en pañales la democracia, pero ese es otro tema. Mientras estudiaba esta carrera advertí que lo único que me importaba era escribir y leer. Leer y escribir. Y que, además, tenía condiciones para escribir. Condiciones a las que jamás había prestado atención. Años más tarde descubrí que muchos exámenes, incluso en la facultad de ciencias, los aprobé gracias a mi habilidad para redactar. Gracias a saber contar. Ese fue el comienzo. Porque la escritura resultó un camino lento, difícil y prepotente, como diría Roberto Arlt. Nunca me abandonó.
Me saltearé algunas cosas. Podría decir que empecé a ser “culta” —dudo en poner esta palabra pero creo que es la más precisa para que se entienda a qué me refiero—a los diecinueve, veinte años. Además de leer desaforadamente, descubrí, entre otras cosas, el cine de Ingmar Bergman, que me marcó y hoy continúa siendo un artista ineludible. Sigo viendo sus películas. De hecho, escribí un poema a partir de uno de sus films más viejos, “Detrás de un vidrio oscuro”. Por entonces escuchaba la radio Clásica y también descubrí el tango. Escuchaba a Astor Piazzola hasta sofocarme. Y luego llegaron los grandes poetas como Cátulo Castillo, Enrique Santos Discépolo, Homero Manzi en las voces de Roberto Goyeneche, Edmundo Rivero, Rosana Falasca, Julio Sosa. En casa siempre hubo música, era inevitable. Mi madre es pianista. No profesional, pero pianista clásica. Y muy abierta a todo lo que sus hijos adolescentes le acercábamos.
5 — ¿Habrá una larga historia en eso de que la presencia de la música en tu vida es crucial?
MM — Respondo (o empiezo a responder) con este texto que escribí: “Mi madre tiene 23 años. Hace girar el taburete y se sienta ante el piano cerrado. No resulta fácil acomodarse. Allí estoy, prolongándome hacia delante como una montaña de arena. Intento verme, sin verme, sino sentirme, dentro de ella, en esa procesión, en ese instante previo al desamparo que luego será la vida. En esa choza de océano sin precedentes, en esa inmensidad de lo pequeño y lo obtuso, nos abrazamos a nosotros mismos sin amor y sin vanidad. Anudamos nuestra especie para no perdernos. Mi madre recorre con su mano abierta la tela que recubre la superficie de la panza. La incomodan los movimientos bruscos que doy por debajo del mundo real. Estoy a punto de salir, ambas lo sabemos, aunque ella se declara a sí misma —y luego me lo repetirá casi como un reproche— que yo no tengo intenciones ni deseos de salir. Retraso mi llegada porque sé que mi llegada es mi hundimiento. Entonces retiene, retengo, retenemos juntas mi madre y yo. Ahora abre el piano, un Gaveau vertical, el mismo desde sus cinco años. Levanta ceremoniosamente sus manos que pesan como abundo yo en su cuerpo. Ante ella un voluminoso libro con partituras. Podría ser Mozart. O Chopin. O Beethoven. Acaso Schubert. O Bach. Finalmente, todas esas piezas solitarias se abandonarán —y abonarán— en mí, como un barco hundido en la nieve, como una sobredosis de compasión. (“¿Por qué la música es capaz de ir al fondo del dolor? Porque es allí donde ella mora.” Pascal Quignard). Y compondrán mi lenguaje expresivo y mi distancia del mundo. Mi rechazo, mi marginalidad, mi restitución. No. No seré ni compositora ni intérprete. Aunque buscaré exhaustivamente en los instrumentos de viento mi salvación. Y encontraré en la música cegándome la versión definitiva de mí retenida en la ausencia: me extinguiré horizontalmente como un pez en el poema.”
Termino de escribir esta primera parte. Dejo reposar. Reescribo, pulo, escucho, siento, corto, elimino, reemplazo, releo en voz alta, releo en voz baja. Canto la escritura. La abandono. Dejo reposar. Regreso. Así el poema, así toda escritura en mí. Más tarde —¿será coincidencia?— descubro en el libro de Pascal Quignard: “Un ser humano perecería si debiera acceder a la vida uterina, que es sin embargo el medio en el que su vida comenzó, donde se desarrolló su ser, donde su cuerpo se sexuó, donde la selección de los principales sabores de lo que preferirá en el mundo se hizo para siempre.” Como un pez en el poema me consterno en el agua y escribo. Y replanteo, detrás, debajo, encima, desde las lecturas que me estimulan, mi “llegada a la escritura” (“Mi escritura mira. Con los ojos cerrados.” Hélène Cixous). Cómo se llega a la escritura. A cada edad, una misión diferente, una respuesta posible. (“Escribo como un niño que llora.” George Bataille). La profundidad en el tiempo es un agujero en la tierra y un arribo a la sabiduría. Cómo se llega al poema. Siempre escribí desde mi frustración con la música. Nunca desde mi claro amor por la escritura. Mi amor por la escritura, como todo amor verdadero, estaba, está. No hay cuestionamiento. Y si no hay cuestionamiento no hay creación. ¿Cómo llegué a la escritura del poema a través de mi frustración con la música? No es que intentara componer música con palabras. Sino que me empecinaba en interpretar en un piano imaginario —un piano de palabras— la misma pieza de Bach del “Clave Bien Temperado” que escucho ahora mientras revelo. Sólo un ejemplo, porque podría ser el “Réquiem” de Mozart o el “Stabat Mater” de Pergolesi o la “Sinfonía Nº 5” de Mahler. Y escribiría, en estos casos, desde una orquesta y un coro imaginarios que se activan poderosa e instrumentalmente en las palabras. Así la creación del poema: las palabras no imitan, no se acercan, no parecen, no emulan: son la orquesta. Este procedimiento extraño y desesperante por lo inabordable me llevó a encontrarme con el lenguaje desde un lugar diferente y genuino. Atribuyo mi relación esencial con el poema a mi relación preuterina con la música. Nunca antes lo había pensado. Nunca, hasta que leí a Pascal Quignard: “La música atrae a su oyente a la existencia solitaria que precede el nacimiento, que precede la respiración, que precede el grito, que precede la espiración, que precede la posibilidad de hablar. De este modo la música se hunde en la existencia originaria.”
6 — En el nº 2 / 3, noviembre de 2009, de la revista “La Costurerita” retrataste a Javier Villafañe (y te retrataste).
MM — Todo lo que cuenta ese artículo es real:
“Javier Villafañe escribió una de las metáforas más bellas y originales sobre la soledad:
‘Una anciana se encontró con un buey. Le acarició la cabeza y le dijo: ¿Quiere venir a mi casa? (…)
El buey comenzó a subir la escalera. Le costaba trabajo. Puso una mano en un peldaño, la otra mano en el otro peldaño. La anciana lo empujaba de atrás. Sentía todo el peso del buey sobre el pecho.
—¡Por fin!— exclamó la anciana—. Ya llegamos.
El buey miró hacia abajo y dijo:
—Jamás podré bajar la escalera.
—Es lo que yo quería. Todos los que subieron, bajaron y se fueron. Viví esperándolos.
La anciana besó al buey en la frente. Lo acarició entero y le puso en la boca un terrón de azúcar.’
Este fragmento del relato “La anciana sola” se publicó en “Los ancianos y las apuestas”, a fines de la década del 80 en Editorial Sudamericana. Recuerdo una anécdota relacionada con este libro, uno de los más hermosos de toda su obra o, acaso, uno de los más representativos para mí, por lo que cuento a continuación.
Una tarde de invierno, visité a Javier Villafañe en su departamento de Almagro, donde vivía con Luz Marina, su mujer. Le llevé sus facturas preferidas compradas especialmente en la panadería de su barrio, que él me encargaba con la picardía de un niño. Me cebó mate, me contó historias, reales, inventadas, daba igual, era mágico escucharlo. Cada encuentro con Javier era como una función privada. Él relataba y yo atendía, seguramente, con los ojos enormes y sorprendidos. En esa ocasión, irrumpió de pronto: “¿Me ayudarías a corregir unas pruebas de galera que tengo que entregar mañana a la editorial?”. Para una veinteañera con aspiraciones a poeta, como era yo entonces, semejante pedido resultaba un desafío. Tomé, no sin humildad, sus originales escritos a máquina y con tachaduras. De acuerdo a sus indicaciones, yo leía, como si le dictara, palabra por palabra, coma por coma, punto por punto, lentamente, mientras él chequeaba que en las pruebas de galera no se cometiera ningún error, no se olvidara ninguno de los detalles de sus originales. Inefable transmitir aquella experiencia, lo que sentía a medida que rastrillaba mis ojos sobre cada uno de esos intensos, ocurrentes y, casi aforísticos, cuentos.
Algunos meses más tarde, mientras regresaba a mi casa, me detuve ante la vidriera, como era habitual, de una librería pequeña que estaba sumergida en la estación Callao de la línea de subte B, donde hoy venden carteras o ropa interior. Allí se exhibía, con su tapa de arco iris, “Los ancianos y las apuestas”. Valía cinco pesos. Recuerdo que sólo tenía en mi cartera cinco pesos y la ficha del subte para llegar a mi casa (en ese entonces eran pequeños cospeles que se introducían en la ranura del molinete). Por supuesto, lo compré.
Había conocido a Javier Villafañe unos meses antes de este episodio en su casa. Me habían encargado el primer reportaje de mi vida, para una revista que editaba el Correo Central, que todavía era una entidad del estado. Por esos días, yo ejercitaba mis primeros versos con la impunidad propia de la juventud; leía fervorosamente una mala traducción de la obra completa de Arthur Rimbaud y soñaba con vivir del periodismo. Con tierna generosidad, Javier escribió la contratapa de mi primer y arriesgado libro de poemas, “Payaso rojo” (1989), el cual erradiqué de mi bibliografía. Fue para mí más que un gesto alentador y el mejor voto de confianza.
Jamás olvidaré el momento en el que me presentó a Maese Trotamundos, que cumplía cincuenta años, a Juancito, a la Muerte y al Comisario. Sus títeres descansaban en el cajón de una cómoda y eran, sin duda, su prolongación, estuvieran o no presentes. Ellos hablaban por él y él hablaba por ellos. Y así se sentía.
Dos décadas después después, festejo “Hay que regar antes que llueva”, un material inédito rescatado por Ediciones El Suri Porfiado. Un título muy propio del viejo Villafañe, considerando que mantenía una tensa y lúdica relación, hombro a hombro, con Dios; el mismo título señala de qué modo el hombre debe adelantarse con su acto: hagamos llover nosotros antes de que lo haga Él. A lo largo de su obra —y cuando digo obra me refiero tanto a sus escritos como a los espectáculos de títeres que llevó por el mundo—, Javier va toreándolo a Dios, juega con él a los dados, lo confronta, mientras le guiña el ojo al Diablo.
Así fue Javier, un hombre sin tabiques. Representaba, en el sentido artaudiano, la vida y el arte fundidos en una misma risa, sobre un mismo retablo, debajo de una misma máscara, trenzados en una misma desesperación. Javier fue, es y será un desestabilizador del orden clásico de las cosas, en tanto ofrece otro: el de la creación y el de la palabra como unívoca región de esta existencia inaudita, tan bella como aterradora.
En este último libro, regresa “Javier gongoreando en Almagro”. Poemas susurrados aunque incisivos; un poco de fábula, otro poco de temblor filosófico. Un poco para niños, otro poco para grandes. La obra de Javier Villafañe reúne, parafraseando a Julio Ramón Ribeyro, “el cabo con el rabo”. Ha sabido entender, este viejo titiritero de overol y barba blanca, que “la soledad de los niños prefigura la de los viejos” (sigue el autor peruano). Villafañe ha reunido todas las edades en una misma escena.
A sus lectores de siempre nos ilumina con esa ilusión que da el regreso; a los nuevos, aquellos que vienen, les despertará, seguramente, el deseo de más, la felicidad del hallazgo.”
Mi retrato proseguiría contándote que fue mi primer impulso. Entonces yo ya estaba absolutamente consagrada a la poesía. Con una irreverencia asombrosa me dije: quiero ser escritora. Y lo conseguí. No sin ayuda, mucha ayuda psicoterapéutica. Pasé por dos psicoanalistas que resultaron cruciales.
Soy autodidacta. Pero sumamente rigurosa. He armado mis caminos de lectura. La lectura me inquieta más que la escritura. No hago esfuerzos para escribir. Me surge. Y aunque trabajo mucho, soy obsesiva y minuciosa, nunca existió para mí la página en blanco como un problema. Sí me genera ansiedad todo lo que me queda por saber. Leer es mi mayor obsesión.
Y mi regreso a la música siempre es una deuda. No tengo presiones porque no tengo ambición. Sólo tocar. Cada tanto, armo mi flauta e interpreto de manera muy rudimentaria alguna sonata de Haendel o alguna de Telemann. La música barroca es mi pasión. Pero me falta mucha técnica para tocar como corresponde, así que lo mío es un atrevimiento solitario.
Quizá no debería dejar de nombrar que he escrito cuentos también, antes de decidirme por la poesía con exclusividad. Fue una época. Un tema extenso.
7 — Extendámonos en el tema extenso.
MM — Hay algunos cuentos publicados en la web. El único que me interesa es “Bruno”. Obtuvo una mención en el Premio Municipal Manuel Mujica Láinez. También otros tuvieron menciones en concursos de cierta importancia. Siempre voy segunda. Pocas veces me presenté a concursos, muy pocas. Y siempre segunda. En la competencia intelectual o artística —algo ridículo si lo pensamos— soy “segundona”. Me tranquilizan, a veces, algunas anécdotas: Fernando Pessoa sacó un segundo premio y el poeta que sacó el primero es inexistente. Giuseppe Verdi no logró aprobar el examen para ingresar en el Conservatorio de música de Milán. Aquí lo tenemos. Los que ingresaron en esa época, quiénes son. ¡No digo que esto vaya a sucederme! Qué sabemos, finalmente, hacia dónde vamos. Podemos desear, ambicionar, desesperar, pero no decidir. La obra es la que tiene la última palabra. La obra y el tiempo y los lectores. Pero ojo, también es un gesto de soberbia recostarse en esto y esperar a que seamos descubiertos. La obra no es el polen. No es el viento el que traslada y fecunda. Hay que dejarlo hacer al viento pero también hay que ayudar. Con la obra, con la calidad, no con el trabajito de las relaciones públicas, tan extendido hoy. Pero éste es otro tema.
Retomando lo que me preguntás, te diría que el cuento es un género que me gusta muchísimo como lectora. Y lo cultivé. Quien me enseñó sobre ese género fue Mempo Giardinelli. Hice, cuando era muy joven, un taller de narrativa con él. Mempo difundió como nadie este género cuando editaba “Puro Cuento”, una hermosísima y formadora revista. Es fascinante y tiene sus propias leyes. Ni las de la novela ni las del poema. Acaso un poco de ambos. Aunque en rigor, se acerca más al poema, requiere de síntesis, de condensación, de elipsis. El libro de cuentos que nunca publiqué ni publicaré se titula “El oficio de la desdicha”. En su momento lo trabajé. Varios de los textos que lo conforman fueron publicados en antologías y en revistas. Nada más. No me interesa ese material. No me interesa escribir cuentos. Sí leer, claro. El poema es el lugar de mi escritura. El poema es el lugar para transformar la desdicha en luz, la muerte en canto. Ahí tenemos a Orfeo.
8 — Como dijimos de la música en tu vida, tus libros —elijamos algunos— tendrán su historia.
MM — Cada uno de ellos. Cada libro nace de rozar el abismo plumíferamente. La escritura o la vida. Siempre esa disyuntiva. Ambas, inseparables. Pero la escritura debe hacer algo con la vida que la vida misma no puede hacer consigo misma. Ahí está el arte de escribir. Por supuesto, tengo una lista sábana de citas y de reflexiones de todos los autores que he leído que hablan de este tema y dicen algo que me interpela y me identifica o me diferencia. “variaciones en la niebla” surge de una experiencia en la montaña. Subir la montaña en auto en medio de la niebla era como estar dentro de la muerte. Una experiencia muy angustiante. Fue una hora de horror. Y luego, eso sí, logré un extenso poema. Varios de mis libros retoman “la novela familiar”. Algunos hechos, como conté antes, son disparadores y luego hay que escarbar en el lenguaje, en el universo del lenguaje. Hay una imagen, que es en verdad una experiencia de mi infancia, que me resulta gráfica para explicar el proceso de escritura. Cuando era pequeña, mis tíos, por parte de mi padre, nos invitaban cada verano a pasar unos días a Mar del Tuyú, donde tenían una casa sobre el mar. En ese entonces era un lugar desértico. Había cien casitas y pura arena. Las playas eran gigantes, anchísimas. A la caída del sol, íbamos a la orilla del mar en grupo, mujeres, niñas y niños, a sacar almejas. Nos arrodillábamos y hundíamos la mano en la arena mojada. Cuanto más al fondo metía la mano, la arena más temblaba. Siempre tuve la fantasía de que esas enormes almejas —¡que además eran un manjar!— generaban ese temblor. La escritura, para mí, es como encontrar almejas en los lugares más profundos de la arena en la orilla del mar. Hay que escarbar, llegar al fondo, hasta la zona de mayor temblor. Tocar con la punta de los dedos la almeja, tomarla sin presionar demasiado porque se rompe su valva, y con bastante esfuerzo —porque el bicho intenta con su breve musculatura quedarse en su sitio, es decir, se defiende del ataque— sacarla. Llenábamos baldes enteros con almejas del tamaño de la mano de un niño. ¡Eran enormes! Esa experiencia de hundir el brazo hasta el codo en busca de una palabra… La arena, el mar, las orillas son tema de mi poesía también. “diálogo de pescadores” y “el orfanato” se apoyan en este ámbito. En el primer caso, la experiencia surge de otro viaje, pero en mi vida adulta. Una playa amplia, en Uruguay, vacía, pocos pescadores en la orilla, al atardecer. Lobos marinos muertos, a raudales. Una imagen impactante. Y, esencialmente, un estado interior que me acompañaba en ese entonces: el temor a la pérdida del ser amado. Un temor infundado. Simplemente, sucedía. Era un estado de mi alma, en una etapa de mi relación de pareja con el mismo compañero de hoy, pero en los comienzos de nuestra relación, donde ciertos miedos aún acechaban. Esto es todo lo que puedo decir. Cada libro tiene su historia.
9 — Ya no siendo una veinteañera publicás un primer libro, “El accidente”, editado por Mascaró, y que seguís validando.
MM — Sí. De mis treinta años en adelante, mi vida con la poesía ha sido una. De ahí en más, llegaron amigos como Paulina Vinderman, Ana Arzoumanian, Javier Galarza, Susana Szwarc, Inés Manzano (cómo olvidarla), Alberto Szpunberg, Lidia Rocha, Natalia Litvinova, Carlos Juárez Aldazábal y tantos otros.
He vivido del periodismo. A partir de mis treinta y cuatro, treinta y cinco años me focalicé en el periodismo cultural. Escribí en muchísimos medios y además hice todo tipo de trabajos que requiriera el oficio de la escritura. Hice de la escritura un oficio útil (quizás una redundancia). La poesía nada tiene que ver con esto. Sin embargo, la escritura, para mí, siempre es una sola. Me fascina escribir artículos sobre poetas. Hace tiempo que lo hago.
Mi pasión, ahora, es la docencia. He ido aunando todo el trabajo con la palabra. Vivo de la docencia. No sin culpa. Tengo muy presente el desprecio de Sócrates hacia los sofistas, porque cobraban para enseñar. Sócrates, que era un altruista, tenía razón. Pero, siguiendo con esa lógica, como decía Antón Chéjov, es inaudito cobrar para sanar. Él, como médico, no cobraba un peso. Vivía de la literatura. Decía que era indigno cobrar para sanar a la gente de sus enfermedades. ¡Tenía razón! El mundo es muy extraño. Y está plagado de contrariedades.
En este momento de mi vida, mis lecturas se concentran en dos géneros que tienen tanta relación como disputas entre sí: la filosofía y la poesía. La relación entre ambas es como la familia: se necesitan tanto como se dañan. Se aman tanto como se repudian. Hace ya unos cuantos años constituyen mi foco de lectura. Leo filosofía como poeta. Es, sin duda, una lectura muy sesgada. Pero, admito, peculiar. La filosofía me desarma y me estremezco cuando comprendo. Es siempre un desafío. Me excita. En este momento, estudiaría académicamente, si me fuera posible. Pero ya estoy enviciada con el autodidactismo, no tolero las aulas, los exámenes. Es imposible de sanar. Mis maestros son los autores. Y los recibo siempre con los brazos abiertos. Sin embargo, mi lugar de pertenencia es el poema. Allí me aniquilo y me restablezco.
10 — Poesía, nos contabas, con arraigo, por ejemplo, en los sueños. Y alguna vez declaraste que “Los sueños son mi mar de fondo”.
MM — Te diría, en este sentido, que mi libro “el orfanato” surgió de un sueño, enteramente. Y muchos de mis poemas surgen de esa materia inmaterial, de ese relato alucinante que son los sueños. Por supuesto que los sueños son a la escritura como la vida real a los sueños: se toma algo y se distorsiona. Digamos que la escritura es como el sueño: distorsiona la experiencia. EXPERIENCIA. Esta palabra… La escritura es experiencia en el lenguaje. La escritura como experiencia. La lectura como experiencia. Es crucial. Todos mis libros surgen de alguna experiencia concreta. Y luego se transforman en experiencia en el lenguaje. Es otra cosa. El poema es otra cosa, siempre. En el poema, la distorsión es el éxtasis, es el “éxito”. La distorsión precisa. La desviación, en palabras de Henri Meschonnic.
11 — ¿Qué libros tenés en preparación?
MM — Además de un poemario, “artista del hambre”, ya casi cerrado, trabajo en dos ensayos sobre poesía: “Nadie sabe qué hacer con los poetas”, que reúne mis textos periodísticos publicados, y otros inéditos, sobre poesía y poetas exclusivamente y “Asamblea permanente con Alberto Szpunberg”, sobre la vida y la obra de este autor. Creo que haré un libro basado en el diálogo, en la entrevista, que es un abordaje muy interesante y más distendido que el ensayo de rigor, y también me interesa un trabajo hermenéutico sobre la obra de Szpunberg, pero a mi manera. Es decir, yo leo siempre desde la poesía, desde mi ser poeta con mis contaminaciones de la filosofía que, como dije antes, es una lectura muy salvaje, abierta y, acaso, hasta equivocada. De ese torcimiento, de ese error de lectura, me gusta crear. El pensamiento sin duda debe ser creativo, si no es repetición. Y para que sea creativo debe surgir de un error. Algo de esto dice Harold Bloom cuando habla de la ansiedad de la influencia. Si yo, por ejemplo, anoto esta cita, así, fuera de contexto: “Nada hay en el entendimiento que no haya estado antes en los sentidos”, ¿a alguien se le ocurriría pensar que salió de “Discurso del método” de René Descartes? Parece salida de un poema de Pessoa, más bien. “El guardador de rebaños”, de Alberto Caeiro, toma esa idea de la experiencia de los sentidos como un modo de entendimiento y de saber. En fin. Yo no sé nada de René Descartes, pero cuando leo sus textos descubro algunas bellezas. Como en cualquier filósofo. Eso es distorsionar el sentido: leer como un poeta. Distorsionando, sacándolo de un contexto y llevándolo a otro. En el error, muchas veces, se alcanza la belleza.
Escribo pequeños artículos sobre poetas y reseñas y los publico en una revista digital que se llama Kunst. Eso me gusta. Escribir sobre, pero desde mí. Los ensayos de Marina Tsvietáieva y los de Natalia Ginzburg son mis guías. Textos inclasificables a los que se los llama ensayos. Son escritoras que piensan la obra de un autor y mientras dicen sobre el autor, dicen mucho más, más allá del autor. Hablan de la vida y del arte.
Tengo muchos apuntes, por ahora, y algunos poemarios sin cerrar. En este momento, mi necesidad, a partir de una sugerencia de mi amigo, el poeta Javier Galarza, es reunir mi poesía toda, depurarla —quitarle malezas— y publicarla toda junta. Javier dice que mi poesía es toda una y que en cada nuevo libro se resignifica lo anterior. Que hay un conjunto. No sé. Me gusta la idea. Estoy en eso. El libro se llama “oda inconclusa”. Ya lo tengo casi armado. Mis poemas no son prosas, como algunas veces han dicho, pero tienen el formato visual de la prosa y una clara escansión interna. Otro error: están perfectamente puntuados pero por omisión. Cada uno de mis libros es un poema largo (a veces son dos poemas largos), pero compuesto por fragmentos, poemas que poseen autonomía, lo que hace que pueda separarse o arrancarse un texto breve de su totalidad.
12 — Ese otro tema, el de “la democracia en pañales”, nos deslizaste de refilón.
MM — La actualidad, el país, el mundo, me tienen sumamente afligida. Lo que está sucediendo en nuestro país es atroz. Y triste. Y temible. No quiero dejar esto afuera. Forma parte de la incomodidad en la que estamos, esa incomodidad necesaria para crecer, para no morir, para luchar. Mi actividad docente en una escuela de periodismo me ha impulsado a buscar lecturas más específicas. Y poco a poco me voy interesando en la filosofía política o la filosofía de la historia. Planteado así suena grandilocuente, pero lo mío es muy modesto. Incursiono en algunos autores que me permiten dilucidar ciertas cuestiones que pasan en el mundo. Por ejemplo, Slavoj Zizek, Alain Badiou, Simone Weil, Michel Foucault, Michel Onfray, Emil Cioran, Hannah Arendt, Pier Paolo Pasolini, Louis Althusser, Terry Eagleton, Byung-Chul Han, Emmanuel Levinas y en especial Nietzsche, un gran compañero, como la música de Schubert. Son pensadores, aunque todos de épocas diferentes, que interpelan y brindan herramientas para reflexionar sobre una realidad que el periodismo imperante banaliza de manera constante. No se puede entender el país y el mundo leyendo los diarios y menos a través de la televisión. De ahí apenas obtenemos datos. Los datos constituyen el primer escalón del problema. Los datos son delatores, son el síntoma. Hay que correrse de los lugares comunes del discurso de los medios y de los políticos. Son abusivos y mediocres. No sé si me declararía marxista, pero sí diría que el mundo así como está no me interesa. Que debería ser ecuánime. Que nadie debería tener mucho mientras otros tienen nada. Suena ingenuo, pueril, pero en verdad esto revela la vergüenza de nuestra condición. Un autor con el que tengo plena coincidencia y con el que trabajo mucho en mis clases es John Berger. Mis ideas están en sintonía con las suyas. No es un técnico de las ideas, es un humanista, un escritor, un artista. En sus escritos hay verdad y poesía. Combinación difícil. Es un poeta político, en el sentido más profundo y estricto del término. No un proselitista sino un justo. Denuncia el dolor del mundo y la inequidad y siempre asoma, en él, la esperanza. Es un vocero de los oprimidos, de los perdedores. Es un poeta.
13 — ¿De la influencia de qué poetas, dirías, que supiste sustraerte a tiempo?
MM — Imposible saber eso. Creo que nadie logra sustraerse de los autores que ha leído intensamente o más bien esos autores que han leído desde su poesía mi interior. Esos poetas que nos desnudan ante nosotros mismos. Puedo hablar de los poetas que amo, que me acompañan de manera permanente, que jamás omito en los talleres y que son muchos y siempre quedan algunos por el camino cuando se nombran. Pero diré que César Vallejo, Juan Gelman, Olga Orozco, Giuseppe Ungaretti, Alejandra Pizarnik y Paul Celan están en mí desde que tengo veinte años. Luego se han sumado Nelly Sachs, Yehuda Amijai, René Char, Sylvia Plath, Yves Bonnefoy, Joyce Mansour, Mahmud Darwix, Denise Levertov, Raúl Gustavo Aguirre, Jacobo Fijman, por nombrar unos pocos consagrados. Y tantos otros… tantos… Me distraigo de la pregunta, porque no encuentro una respuesta precisa. Puesto que no siento haberme sustraído y mucho menos escapado de nadie. Me he dejado agarrar por todos. Me he revolcado en todos y aquí estamos. El proceso es inconsciente. Difícil teorizar, imposible. Acuerdo en esto con Immanuel Kant. La obra, si es buena, vale por sí misma y no se explica de dónde viene. Pero eso lo dirán los otros. El tiempo. Los lectores, los colegas. O nadie. Quién lo sabe. Una digresión: quiero destacar las voces de poetas mujeres de mi generación y más jóvenes aún, que estoy advirtiendo. Esto es algo que aprovecho para decirlo dentro de esta respuesta. Hay voces femeninas muy potentes en nuestro país. Y no hablo de mis amigas poetas solamente sino de muchas más voces que fui descubriendo y no conozco en persona. Jamás me guío por amistad sino por la calidad poética y el recorrido de una voz. Me gustaría escribir algo destacando estas voces.
14 — Manrique Fernández Moreno opinó en 2004, en la revista “La Novia de Tyson”, que en Argentina no tenemos un equivalente a Pablo Neruda o César Vallejo o Carlos Drummond de Andrade o Vicente Huidobro; que “tenemos sí poetas de una cierta primera línea pero no de ese tinte universal”. ¿Estarías de acuerdo?…
MM — Esencialmente no acuerdo con ese tipo de apreciaciones. Sin duda hay artistas que determinan campos estéticos, que marcan tendencias, que son únicos e irreductibles. Pero cuando se llega a cierta altura, quiero decir, cuando hay, en palabras de Kant, modelos ejemplares, “no nacidos de la imitación”, pues se hace muy difícil elegir con tan necia rigurosidad y dejar grandes voces detrás o debajo de otras. Jamás pondría a Vallejo en el mismo lugar que Neruda, por ejemplo. Pero esa es mi posición, porque Vallejo aún me acompaña y Neruda no. Acaso deba retornar a él, desde otro lugar, como hace poco retorné a Gabriela Mistral y redescubrí una voz soberbia. Entiendo lo que Manrique Fernández Moreno quiere decir, pero en el arte siempre hay un espacio para la subjetividad. Además, no me interesa hablar de la poesía en esos términos. Busco sentir ese hachazo, como decía Franz Kafka, ese impacto que interpela —a veces emociona, a veces desespera— pero que siempre me permite transitar la vida con menos pesar y con más belleza. Creo que en Argentina hay voces fundamentales, elevadas y únicas.
15 — ¿Hasta dónde permitirías que te lleven las palabras “coincidencia”, “surtir”, “disloque”, “traslación” e “incurso”?…
MM — “El disloque de la coincidencia no ha incursionado en la traslación de un surtido tan necesario para el pueblo argentino salud.” ¿Está bien?
16 — Y ya culminando esta conversación, por mail y por teléfono, te pedí fotos, muchas fotos…
MM — Me gustaría agregar algo que surgió a lo largo del proceso de búsqueda de fotos y materiales que me pediste para esta inmensa entrevista-documental. Me pediste fotos, especialmente con escritores y/o artistas con los que haya estado o tenga una amistad. Y descubrí que con quienes he mantenido y mantengo un vínculo no procuré nunca una foto. No tengo con Javier Villafañe ni con Juan José Manauta, con quienes tantas veces estuve. Ni con Alberto Szpunberg, con quien he tomado mate hasta enverdecernos, salvo en algunas de las presentaciones, porque él me presentó a mí o porque yo lo presenté a él. Por suerte tengo una (con buena definición) con Paulina Vinderman, con quien compartimos café en el histórico Bar “Varela Varelita” desde hace más de una década. Pero lo más asombroso es que advertí que a lo largo de estos últimos veinticinco años he entrevistado como periodista a gente que admiro como Antonio Pujía, Leonardo Favio, Agustín Alezzo, Roberto Goyeneche, Alfredo Alcón, Abelardo Castillo, Griselda Gambaro, Jorge Lavelli, Arnaldo Calveyra, Julio Le Parc, Noé Jitrik, Tununa Mercado, Carlos Alonso, David Viñas y tantos otros… ¡Y no me he tomado una foto con ninguno de ellos! Pues, evidentemente, son los fotogramas de mi vida sin otro testigo más que yo misma. Y todo este movimiento bajo el estímulo de tu propuesta, Rolando, me llevó a revisitar un enorme y abandonado cajón, donde guardo gran parte de los artículos que he publicado y a los que siempre he considerado como algo afectivo, como guardar fotos viejas, digamos. Sin embargo, ahí está mi entera experiencia con la escritura que siempre viví con tensión y que jamás menosprecié. Nunca desmerecí nada de lo que escribí (lo que no implica que me guste, ojo). Y mientras revisaba, me encontré con varias carpetas y con varios recuerdos. Hubo dos laburos que para mí fueron cruciales: la sección El Cuento, que se publicó durante casi dos años en la Revista “Nueva” (una revista de domingo que salía con diarios del interior del país) y “La Otra Voz: Poesía por actores”, que fue un ciclo de micros televisivos, transmitidos en cable, allá lejos y hace tiempo, en el que un actor elegido por mí decía un poema elegido por mí. Me había propuesto, muy modestamente, hacer un trabajo de difusión de cuentos y poemas del mundo, intentando siempre salirme de los lugares comunes. Fueron dos trabajos alucinantes que hice alrededor de mis treinta años, una edad de oro.
* María Malusardi selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:
la familia está en la ropa
de cada día en el tenedor
en el bocado
en la explosión del puré de calabaza
la sintaxis familiar descansa en la
fragmentación del cuerpo:
la poesía infierno de mis partes así somos
las palabras
la bicicleta azul prolonga mi vestido
pedaleo
las vueltas se repiten alrededor del nogal
ramaje y nueces derraman padres rotos
pedaleo
la mariposa atrapada en la rueda sangra el arco iris
en el quicio de la metáfora
el teorema de la existencia si me roza hasta la herida
la cara se queda sin cara
entierro
prematuro de quien hunde desesperación
en el lenguaje
hay hormigas en mi cocina evoco
a marianne moore
la poeta
han cavado entre los libros la tumba la seda del verbo
salieron en procesión degradando
adverbialmente el caos de mi alacena no han podido hacer
del azúcar
el sueño de un caballo
a mí
me raptaron
me besan con dolor
el poema empieza en el sacrificio
me afilo
derrame de jardines sobre el caracol:
última fiesta bajo el pétalo caído
(de “la carta de vermeer”)
*
uno sabe que no puede convertirse en nada descabellado al viento cuando dialoga con un pescador uno sabe que el mar es silencio y rebeldía en la inacción uno sabe que perderse en otra piel es desandarse de uno mismo está escrito sellado en la arena
qué espera el pescador más que una mujer triste atareada en la escama? barcos que la mujer de sus ojos desquita? su cara astillada en la arena? un poema que desahucia en el caracol?
debo romper la idea después de descubrirla la distraigo la desvío hacia otro derrumbe del lenguaje escribo en la arena lo perdido en tus ojos
(“de “diálogo con pescadores”)
*
el descenso de jacqueline du pré
preludio la ceniza de mi infancia: mi madre arañaba los ojos del incendio y me dormía así los cuentos de la noche encallaban el árbol en su sombra el agua ardía en el devenir de los infiernos allí donde la música esparce sus caballos y me deja
no puedo quejarme de los huesos: la música se ha enfermado en mí he roto la cuerda un acto de confusión y de olvido miles de manos entre sábanas riéndose intentaron elevarme sostenerme en la gloria me he dormido sobre la escena no hubo tiempo para el desarraigo estoy aquí: los dedos tiemblan cuando amanecen sobre la madera intacta del silencio
(de “museo de postales”)
*
mi lugar de arena un orfanato dentro esas niñas tensas que no fui niñas que no soy niñas que no habrá todas sienten lástima de mí cuando me exploran mastico arena en un rincón sin bordes ni horizontes y no me escuchan cuando canto
cuando canto es cuando muero y ya no sabré viajar de mí hacia mí elevándome en la bicicleta azul o en un poema antiguo trozos de niña en el bordado del mantel sus estridencias y el óxido donde bailo añoro música la arena del castillo deshaciéndose el baldecito rojo el mar arrebata la escritura y cuanto más moja más revela la desdicha esa hinchazón de la mañana sobre el labio
(de “el orfanato”)
*
hubo un día y no recuerdo si nací y en el trapecio maduré como una fruta herida y si nací canté en la cuna el porvenir mi esclavitud y si soñé con la familia con insectos y si la falta de equilibrio regresara y el cansancio que arrastra la vida en el agua en la palabra: mi cosecha mi excepción mi salto al vacío
hablo del día que caí y ya no supe más de mí ni de mis ceremonias: la infelicidad el trapecio roto la indigencia del poema
hablo del día que caí porque no supe si nacía o colgada de aquel sueño respiraba la vida de otros: desde allí narraba con distancia precipicio dolor: quién levantó los ojos me vio caer y no dijo nada?
(de “artista del trapecio”)
*
mientras mi abuelo sastre purga su vejez sinfónica mi hermano pequeño pisa las escamas del silencio resbaladizo desnuda durante el rodaje su introspección cae a pedazos aclama eternidad y sabe: el dolor es el piano desahuciado de mi madre un pez de espuma en la ventana del invierno una sábana donde inmolarse y dormir
mi hermano pequeño cae desde su ojo izquierdo al precipicio de su cama levanta como un gato las orejas castas y con énfasis sopla apaga las estrellas las barre las encima para triturarlas cadenciosamente las traga como vidrio
dentro de una estrella rota me lo entregan mientras un gato lame sus heridas señala su cara azul de luna muerta: escombro desalineado
(de “el sastre”)
*
te amo para escribirme y desahuciarme para ser en mí un espacio de animal y de palabras en mí arrancándome desligándote para anunciarte como una pérdida como una estrella seca en el paladar de la conciencia estás y caés para arruinarme y maldecirme en mi poema el amor es una trampa ineludible para morir un poco menos estás para renunciar al dolor de tu infancia en mis ojos y no saberte nunca desdichado y no encontrarte nunca malherido y mantenernos así ardiendo en la lejanía que nos une
no dejes que el daño sea todo dame para el desvío una cláusula despierta una tentación que roce los espacios y los sangre dame para el daño el desvío de tu impaciencia la luz que tus pestañas han borrado las aguas que arrojan vaguedades los peces que escaman en silencio de negra la espesura del pudor
(de “el desvío y el daño”)
* Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, María Malusardi y Rolando Revagliatti, 29 de noviembre de 2017.