La Oficina del Censo de Estados Unidos, reveló que unos 16 millones de menores de edad recibieron cupones para la adquisición de alimentos durante el año 2014. Se trata de hogares constituidos por familias cuyos jefes de hogar son mujeres solas. Dato que confirma que uno de cada cinco chicos recibe los cupones de alimentos, los que conforman una cifra estimada de nueve millones de niños estadounidenses registrados en el Programa Asistencial de Nutrición Suplementaria desde el año 2007. En total, según la información suministrada por la agencia AP, unos 26 millones de pobladores recibieron cupones de alimentación en 2007, una cifra que ascendió a 46,5 millones durante el año pasado.
En el mejor país del mundo, o acaso “en un país en serio” como suelen catalogarlo algunos sectores sociales de la Argentina, la gente muere de hambre, por la violencia y por el abandono del estado. No se trata de un fenómeno novedoso, sino del resultado de unas políticas económicas implementadas, con matices, por lo menos desde principios de la década del setenta y que atravesaron las distintas gestiones del gobierno de los EE.UU. durante los últimos cuarenta años. Por caso este modesto lector puede citar tres ciudades emblemáticas que se han constituido en la expresión más acabada del fin del estado de bienestar, del fin del capitalismo industrial y del inicio del proceso de transnacionalización del capital financiero: Chicago, Detroit y Nueva York.
El ejemplo más exacerbado quizás sea el West Side de Chicago, dónde los negros y latinos han sido arrojados a ese suburbio solo con una ayuda social mínima del estado. El gueto, como definen los norteamericanos a los barrios pobres de las grandes ciudades, es la cara visible de la desidia del estado frente a los grandes desafíos que plantea la sociedad: el desempleo, la pobreza, la desigualdad y la violencia callejera; y cuya emergencia más significativa es la economía marginal materializada en el tráfico de drogas, la prostitución y todo tipo de negocios ilegales.
Sobre los “parias urbanos”, un artículo publicado en la década del ´70 por el Sociólogo Alejandro Portes, señala que uno de los peores errores de la sociología de “la marginalidad urbana” es el haber convertido “las condiciones sociológicos en rasgos psicológicos” e “imputar a las víctimas” la responsabilidad de su fracaso. Esto es: el pobre es pobre y marginal por sus propias decisiones, por vicios personales o bien por “patologías colectivas”.
La dominación racial, las desigualdades de clase y la separación espacial hacia los márgenes de las grandes ciudades, son el resultado de un orden económico mundial característico de las sociedades postindustriales. El fin del taylorismo o el fin del sueño Americano.
Una persona cercana publica sus fotografías en Facebook, con las que alardea el haber pasado la navidad de 2014 en Nueva York. Luego con un simulador de la voz de la Presidenta Cristina que se puso de moda en las redes sociales, dice a la cámara de su teléfono celular algo así como “vos que te quejás y estudiás en Harvard”.
En Brasil, recuerda la canción “A felicidade” de Tom Jobim y Vincius de Moraes, la alegría se “acaba en la cuarta feria”. Para esta persona cercana, volver a casa, en el oeste o el sur del conurbano bonaerense, es encontrarse con la realidad de una marginalidad que todavía subsiste en amplios bolsones de la población. Viajar a una nación que se supone parte del Primer Mundo, desconociendo la existencia de la pobreza que ocultan las magistrales torres neoyorquinas, es de un ridículo inaceptable o al menos de un desclasamiento sin sentido.