Mi viejo construyó barcos incansablemente y yo no lo pude dimensionar. Durante casi cuarenta años quemó electrodos para soldar la cubierta y el interior de eso barcos que hoy se mecen en las aguas del Río de La Plata o navegan por los mares del mundo. Días, tardes y noches de frío o calor le castigaron el cuerpo en el Astilleros Río Santiago de Ensenada (ARS), una colosal industria metalmecánica que fundó el Estado Argentino en la primera mitad del siglo XX. Cómo uno más, de ese ejército de trabajadores que en su momento llegó a estar conformado por unas cinco mil personas, madrugaba a las cinco de la mañana para viajar en esos micros destartalados que lo dejaban en la puerta de su trabajo.
Bolsito al hombro, Vicente asumía su responsabilidad como laburante. Nunca lo oí quejarse, ni siquiera cuando a los casi 65 años trabajaba horas extras los sábados y domingos para mejorar su salario. Piel arrugada, ojos lacerados por el reflejo de la soldadura, manos quemadas por el calor de la pinza de soldar, su generación, la del año 1941, trabajó por lo menos desde los 12 años.
Allí vivió todas: el encuadramiento sindical durante el auge de las luchas sociales, las prolongadas movilizaciones en defensa de sus compañeros de trabajo que eran secuestrados por grupos paramilitares en el año 1975; los controles y la militarización de la empresa durante la dictadura militar, la desapariciones, la ocupación en defensa de la compañía durante el proceso de privatizaciones, la notable recuperación de la empresa a partir del año 2003.
Todavía me parece verlo venir por la calle Ensenada, en esas tardes en las que yo era un chico y lo esperaba porque sabía que me traía el último número de la revista “El Tony” o algún libro de aventuras de bolsillo.
Hay por allí una fotografía, una de las pocas que logró sacarse en una época en la que no abundaban las máquinas fotográficas, que ya no recuerdo donde se extravió. Allí se lo ve con sus compañeros de trabajo subiendo a un barco; llevan, esos hombres que no saben que lograron constituir uno de los momentos más significativos en la historia del movimiento obrero industrial, la máscara de soldar, la pinza, sus gorritas de tela con orejeras, y una sonrisa que los desborda. Tendrán en esa fotografía un promedio de 33 años, no más. La juventud a flor de piel en una eslora que se extendía en un fabuloso gran angular.
En sus últimos años veía y escuchaba muy poco, mientras recordaba anécdotas de grandes dirigentes de base que pelaron por el fortalecimiento de la empresa. El ruso Gutzos, Miguel Angel Soria, recientemente identificado en el Cementerio de la localidad de San Martín, son parte de una lista de al menos 44 personas que fueron víctimas del terrorismo de estado. Nuestros “Mártires de Chicago”.
Ellos, junto a los que están y los que se fueron, son parte de esa clase trabajadora en permanente construcción, pero que tuvo un plus singular: el firme convencimiento de resistir los embates de la “oligarquía diversificada”; aquella que vino por esa porción del 50% de la riqueza que, poniendo el cuerpo a las balas, lograron arrancar durante los años ´70.
Suenan en mi cabeza, en el Día Internacional de los Trabajadores, los versos del Pepe Guerra cuando cantaba en Los Olimareños la Milonga del Fusilado:
Mi tumba no anden buscando
Por que no la encontraran
Mis manos son las que van
En otras manos, buscando.
Mi voz la que esta gritando!
Mi sueño, el que sigue entero.
Y sepan que solo muero
Si ustedes van aflojando.
Por que el que murió peleando,
Vive en cada compañero!