En los siglos XIV y XV, el saber se definía y constituía en un espacio cuya forma arquitectónica era circular y su relación forzada. Quizás la Abadía de la novela “El Nombre de la Rosa”, del italiano Umberto Eco, sea un ejemplo claro de ello. El saber era el secreto y su “autenticidad” era a su vez protegida y garantizada por el hecho de que ese saber no circulaba, no traspasaba los muros de la biblioteca de esa abadía, o bien lo hacía entre una determinada y definida cantidad de individuos (monjes, sacerdotes y clérigos). Quizás porque en cuanto ese saber se divulgaba, dejaba de ser saber y por consiguiente dejaba de ser “verdadero”.
Ya en los siglos XVII y XVIII, reformas política mediante en Europa, el saber se convirtió en una “cosa pública”. Entonces todo el mundo comenzó a acceder al saber, a poseerlo, a manipularlo; pero con la salvedad de que ese saber no era siempre (y es) el mismo, puesto que su naturaleza cambiaba toda vez que éste se ubicaba siempre en un nivel de “precisión” y de “formación” distinto al de su origen.
Con la masificación de la enseñanza pública en sus distintos niveles, y el desarrollo de las nuevas tecnologías, “ya no están los ignorantes de un lado y los sabios del otro” (M. Foucault 1968). Ese saber circula de un punto a otro y se desenvuelve en el marco de las repercusiones que genera, de las contradicciones que desnuda.
Así podemos leer a diario en foros y redes sociales, acalorados debates en los que la verdad se pone en juego y se convierte en el escenario de fuertes disputas. En ese marco, las descalificaciones son las herramientas que muchos de sus participantes tienen a mano para suprimir o invalidar la palabra del otro. Quizás en el vano intento de provocar un corrimiento de foristas fuera del ámbito de discusión, tal vez con el ánimo de convertir a los foros de las redes en las nuevas abadías de la modernidad.