Daniel Cecchini
Si algo dejan en claro el cacerolazo del 8 de noviembre y la “huelga general” del martes pasado –según la majestuosa definición de alguna Patria zocalera– es que hay sectores de la ciudadanía en general, en el primer caso, y de los trabajadores sindicalizados, en el segundo, que hoy están descontentos con el Gobierno. Más allá de la clásica discusión sobre la magnitud de la movilización teflonera y del nivel de respuesta a la convocatoria del paro, lo cierto es que esas disconformidades existen, que se manifiestan, que son palpables y visibles, y no meras construcciones mediáticas que, eso sí, buscaron reforzarlas y resignificarlas, invistiéndoles una unidad y una potencia que no tienen.
Así como nunca “el campo” fue “la patria”, como se quiso instalar durante la batalla por las retenciones, los manifestantes del 8N no representan a una “mayoría silenciosa” que decidió salir de su mutismo con el batir de las cacerolas ni los huelguistas del 20N, nuevamente “la patria”. De la única mayoría real y concreta, comprobable, de la que puede hablarse hoy en la Argentina, es la que se midió voto a voto hace poco más de un año, cuando el 54% del padrón electoral eligió a Cristina Fernández de Kirchner para un nuevo mandato presidencial. Eso no habilita, sin embargo, a ningunear o descalificar las protestas que, más allá de manipulaciones conceptuales, son expresiones de variados descontentos que apuntan a un único responsable de sus pesares: el Gobierno Nacional.
Ése es el único punto en común, por otra parte, para nada desdeñable. No es necesario insistir sobre lo marcadamente heterogéneo de la mezcla ciudadana que salió a la calle el 8 de noviembre. Basta recordar la multiplicidad y vaguedad de sus consignas, la mayoría de ellas repetición de los machacantes zócalos de los canales de televisión que responden o están aliados al Grupo Clarín. A la vez, difícilmente cualquiera de aquellos manifestantes se habrá sentido tentado a marchar codo a codo con Hugo Moyano. En cuanto a los convocantes del paro del martes pasado, la composición está mucho más definida pero queda claro que la “unidad en la acción” lograda detrás de, por ejemplo, una reivindicación como la del piso del Impuesto a las Ganancias (que involucra sólo al 20% de los asalariados) está políticamente pegada con moco. Poco tienen que ver en cuanto a representación de intereses comunes la CGT opositora que encabeza Moyano con la CTA de Pablo Micheli o el sello de goma azul y blanco de Hugo Barrionuevo; mucho menos el conglomerado de partidos y agrupaciones de la difusa izquierda que piquetearon en lo puentes. Ni qué hablar de la Federación Agraria de Eduardo Buzzi y (¡vaya!) la Sociedad Rural.
Dicho esto, si el cacerolazo del 8 y la huelga del 20 sembraron descontento en las calles, cabe preguntarse quiénes cosecharán políticamente esa siembra. En otras palabras, quiénes están en condiciones de capitalizar las protestas. O, yendo un poco más allá: a qué intereses terminaron favoreciendo.
Más allá de la alegría por ver al gobierno en algún apuro, los partidos políticos con representación parlamentaria quedaron con el saldo en rojo. Se vio el 8 de noviembre, cuando los manifestantes que protestaron contra el oficialismo dejaron en claro que tampoco se veían representados por ningún partido de la oposición. En ese sentido, la movilización pareció un remaketibia de aquel virulento “que se vayan todos” que se transformó en la consigna excluyente de las protestas de diciembre de 2001. También se quedaron afuera el martes pasado: los únicos que pudieron contar algún poroto político con los resultados del paro fueron los diferentes sectores en que está dividido el sindicalismo argentino y, en otro orden –que no deja de ser casi el mismo– las diferentes vertientes internas de un peronismo que, si algo sabe hacer, es reproducirlas hasta el cansancio para pelear o negociar liderazgos o porciones de poder. En ese sentido, el eternamente prudente y pacífico Daniel Scioli hizo dos gestos: después del paro, llamó a Cristina “presidenta coraje” cuando, un día antes, prácticamente había lanzado su candidatura presidencial para 2015. Mientras tanto, en la intimidad, se pasó la semana empuñando el cuchillo y el tenedor para cortar el pedazo más grande que pudiera obtener de la siempre cambiante torta del poder interno. Las históricas pujas de poder en el interior del justicialismo han sido, hasta ahora, siempre pendulares. Dentro de esa lógica, el próximo turno le correspondería a la derecha, el lugar donde el gobernador de la provincia de Buenos Aires se siente más cómodo. Sabe que sus posibilidades son muchas: el mapa político partidario de la Argentina actual no muestra ninguna opción de poder por fuera del justicialismo. Y, se sabe, el movimiento creado por Juan Domingo Perón puede ser funcional a cualquier interés, el que más le convenga. En ese sentido, Scioli buscará capitalizar los logros del kirchnerismo para, desde allí pero despegando, transformarse en el candidato del establishment.
Ahí están los verdaderos ganadores de lo ocurrido en estos días de noviembre en la Argentina. Los sectores de un establishment cuyo ariete mediático es el Grupo Clarín, que multiplica sus acciones destituyentes ante la inminencia del incierto 7D de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Una batalla en la que, para sus intereses, tanto Moyano como el juez Griesa son buenos tipos, y los fondos buitres, legítimos acreedores de la Argentina que reclaman luego de haber sido sorprendidos en su buena fe. Todo vale si se trata de limar al Gobierno.
En este contexto –como, en realidad, en cualquier otro–, ningunear o minimizar las potencialidades últimas de la protesta y del paro puede transformarse en un error grave. En la lucha política, como en la guerra, despreciar las fuerzas del enemigo es casi un intento de suicidio.
Fuente Miradas al Sur