Parecía papel picado lanzado sobre la cancha para recibir a los equipos, pero era pochoclo nomás lo que volaba por el aire y caía sobre el piso del cine. Pero todo era confusión, porque cuando fui a ver Metegol esperaba ver una película inspirada en el cuento de Roberto Fontanarrosa, y me encontré casi con una remake libre y en dibujo animado de Luna de Avellaneda. En fin, como se suele decir, equipo que gana no se cambia. Y Juan José Campanella es un buen técnico, que ya ha triunfado en el exterior y alzado más de una copa. Y Metegol tiene lo suyo, también. Aunque uno no puede dejar de ver que empieza como The Big Fish, la de Tim Burton, con un padre que cuenta historias que nadie le quiere creer.
Metegol es, en el fondo, una película sobre el barrio, con sus códigos y, entre ellos, los futboleros, los del potrero. Pero pretende más que contar una historia de barrio, tal vez por eso de que si pintás tu aldea pintás el mundo, y entonces también le han puesto nombres para que la vean allá lejos. Y para España le han puesto Futbolín, y Foosball para los yanquis.
Amadeo es un héroe módico, cuya única habilidad, cultivada desde la más tierna infancia es la de jugar como los dioses al metegol. No le alcanza para ser El Eternauta, pero sí para defender al pueblo de la letal nieve de la modernidad. Una modernidad que también amenaza con llevarse a Laura, su amor inconfesado, que le dice que se va a ir del barrio para estudiar arte. Y eso a Amadeo le rompe todas las estructuras.
No se trata acá de contar la película, que como viene la va a ver todo el mundo. Baste decir que Amadeo libra una batalla desigual contra uno que sabe jugar al fútbol de verdad y que, encima, tiene un manager tramposo. Sus únicos aliados son los jugadores de metegol, que cobran vida. Y ahí están Capi, Beto y Loco, los tres delanteros, para darle una mano. Como el partido es de fútbol de verdad, Amadeo y su equipo de barrio lo pierden, pero no importa. Lo que vale es la actitud. Y por eso el pueblo está con Amadeo, que termina ganando en la vida. Y se casa con Laura –que abandonó sus locas pretensiones de estudiar arte– y tienen un hijo. Y por las noches, este triunfador juega en el galpón del fondo de su casita interminables partidos con sus jugadores metálicos pero vivientes.
Hasta que un día le cuenta su historia de goleador de la vida a su hijo y le dice que lo único que tiene que hacer es creerla. Para ser como él y poder jugar su juego.
Metegol, dicen, costó veinte millones de dólares. La verdad, una ganga si se lo compara con lo que cotiza el pase de Messi.