Argumentos lábiles, manifestaciones espontáneas que carecen de sustento organizativo y político, convocatorias a una suerte de lucha antidictatorial, visiones conspirativas ante cada uno de los proyectos que diseña el poder ejecutivo, la crítica simplificada, el reclamo de una visión “pura” de la vida institucional, la desconfianza ante las medidas orientadas a controlar la evasión fiscal. Nada viene bien a esa oposición fragmentada y amorfa que es conducida por sensaciones personales, o miradas acotadas a la realidad más inmediata. En ese escenario se mueve una porción de la sociedad argentina que, obturada por su falta de autonomía de pensamiento, es soliviantada por una prensa contumaz.
Pero como el poder no se posee, sino que se ejerce, cada pieza que mueve el Poder Ejecutivo descoloca a sus adversarios. La modificación de la ley electoral para que puedan votar los menores de 16 años, expresa con nitidez la posibilidad de profundizar el proceso democrático. Así lo entiende el gobierno nacional a la hora de propiciar una iniciativa que deja sin argumentos a quienes pretenden bajar la edad de imputabilidad de los delitos. A los 16 un menor puede ser punible, pero no es consciente para decidir quiénes pueden ser sus representantes. Una contradicción que es necesario resolver, pues quién decide si está en condiciones, o no, de asumir esa responsabilidad. Los docentes de los distintos niveles educativos, incluido el nivel de enseñanza superior, pueden hacer aportes riquísimos que se sustentarían en la experiencia áulica. Allí las diferencias de origen son notorias. Seguramente las condiciones materiales de vida y las formaciones culturales heredadas de los núcleos familiares varían notablemente. Ahora bien, si ello es así por el deterioro en el cual fue sumergida a una importante porción de la población durante los últimos veinte años, ¿ello implica privar de nuevos derechos a los sectores más vulnerables? ¿O acaso el voto, universal y secreto debería ser calificado? ¿Es posible pensar que la posibilidad de incorporar, a temprana edad, nuevos ciudadanos a la vida electoral mejorará dentro de unos años la calidad de la democracia?
Dicen quiénes están en contra de la medida que se trata de una decisión de neto corte electoralista, que la franja etárea a la cual va dirigido el proyecto no está en condiciones intelectuales de votar, que esos posibles votantes se inclinarían decididamente por Cristina Fernández. Como si determinadas decisiones legislativas no pudieran contribuir a construir un nuevo sujeto social, como si el sólo acto de otorgar un derecho sería suficiente para modificar los procesos electorales.
¡Claro, si este es un gobierno autoritario! Será por ello que las convocatorias a los cacerolazos y marchas en la Plaza de Mayo circulan permanentemente en las redes sociales como Facebook. La estigmatización de La Cámpora va en ese sentido. Su ascenso es interpretado como una conspiración militante y esa figura, la del militante, es vista como una suerte de trabajo innoble que se asocia a lo corrupto, a lo vil. ¿Entonces quiénes deben hacer y construir la política si ella no es trabajada y elaborada por la militancia? El contrasentido de una sociedad que cree que las transformaciones sociales se producen por generación espontánea. Pero el rechazo a la iniciativa cosecha críticas hasta en las propias huestes juveniles de la oposición. Es el caso de la UCR, cuya militancia juvenil, no entiende por qué razón muchos de sus dirigentes cuestionan la iniciativa. Se sienten subestimados y que forman parte de una fuerza política que no valora la voluntad política de su propio sector. Sus dirigentes, dan por hecho que sus cuadros juveniles no tienen capacidad de construir poder por cuenta propia. Miedo al trasvasamiento generacional, que le dicen. Estigmatización de la juventud. “La noche de los lápices”, es una medida ejemplificadora de lo que puede volver a ocurrir si la sociedad es conducida por ese callejón. Mejor sigamos el ejemplo de Mauricio: respiración profunda y paz y amor para solucionar los problemas del estado.
Es el clima de época, una idea que es necesario seguir elaborando en su definición para que se comprenda la profundidad de las transformaciones sociales, políticas y culturales del momento. 1976 marca el inicio de un cambio que se extenderá hasta el 19 y 20 de diciembre de 2001. El estado decide quien vive y quien no vive al interior de la sociedad. El asesinato y la desaparición, es el método disciplinador por excelencia. La desarticulación del tejido social, su expresión más acabada. La proclamación del fin de la historia, el triunfo del capitalismo por sobre las formas de organización social popular. Generadas esas condiciones, la apertura democrática de 1983 se construirá sobre la base de una unipolaridad multipolar. Es decir, sobre la base de un liberalismo político en el que solo conviven las expresiones dispuestas a aceptar los límites que fija la democracia heredada de la dictadura y los grupos económicos. La correlación de fuerzas entre las organizaciones populares y las clases dominantes -aunque suene fuera de moda- es desigual. Sera necesario el deterioro lento, pero sostenido, de los sectores populares para que las contradicciones se agudicen y la balanza empiece a inclinarse a partir de la creciente movilización social. Es ese clima de época el que comenzará a desmontarse a partir de 2003 y que nos señalará que la construcción de otro discurso, en el que las palabras como “distribución del ingreso”, “país con equidad”, “mercado interno”, “producción de mayor valor agregado”, “ampliación de derechos civiles”, entre tantas otras, pueda ser posible.
Si se comprende ello, se comprenderá que la sociedad está atravesada por otros fenómenos sociales de mayor complejidad que las banalidades que, como propuestas políticas o señalamientos de faltas, hace ese extraño y difuso conglomerado en que se ha convertido la oposición. Este es un nuevo cambio de época.