En bombacha hace flexiones en la barra (un metro y setenta y siete centímetros de muy buena madera) engrampada en la pared lila. Hoy es viernes feriado nacional y nuestra kinesióloga no trabaja ni concurre al seminario de posgrado. Pudo haber ido a un picnic con gente del hospital, en Virreyes. No se suspendía por lluvia y garúa desde el amanecer. Pudo haber presenciado el ensayo de “Los Húsares” en el Centro Dramático Buenos Aires. Hoy es viernes y Ernesto no apareció a las diez de la mañana, feriado el día completo desaprovechándose. Hace flexiones con ímpetu admirable. Nuestra tromba se llama Gloria y desde el martes el zócalo de frente a la puerta del baño, ha quedado salpicado con gotas de su sangre menstrual. ¡Gozó tanto con Ernesto durante las escandalosas cuatro horas en que la sangre parecía no importar!… Había sido desnudada a manotazos, todo convenido, sólo “por las malas”. La alfombrita añil también quedó manchada. La primera embestida incluyó a esa alfombra. Fantástico fue cuando él le rescató bucalmente el clítoris con tamaña dulzura. Si no recordaba mal, Ernesto fue el único que, tras merodear en la zona en esas condiciones, además se instaló. ¡La pucha! Así le gustaba a Gloria, la ráfaga del Cono Sur. Será por tanta emoción y gratitud que otro “clinch”, meduloso y vehemente, culminó con la felatio más exhaustiva de su trayectoria, tolerando con naturalidad aquel precioso semen en su boca. Lo escupió en el inodoro, un par de buches con la pasta dental y retornó a Ernesto. El prometía “redactar un poema que le haga justicia a tus labios”. Labios. Todos reparaban en sus labios. Tomaron whisky en la cama (él, con hielo) antes de renovar el frenesí. Ella encima de él acababa como una locomotora, el vapor (de la locomotora) los aureolaba, lo estaba haciendo bolsa al flaco, ¡ay! si se pudiera circular con este pedazo hirviente, con este irredento entre las piernas, así aferradas las tetas, insistentes y malévolas las yemas de bibliotecario hundiéndome los febricitantes pezones, pensaba huija, pero no lo exclamaba, y Ernesto sucumbió en la cumbre, aunque siguieron, había con qué, un rato.
Concluye la sesión de flexiones, al tiempo que un largo tema del Gato Barbieri, del que abundan pequeñas láminas y posters en su bulín, aun en los armaritos de la cocina. Suena el teléfono, baja el volumen del equipo, se arroja al tubo. Oye y especifica:
—Habla Gloria.
Su prima tienta: hay dos tipos bárbaros y a uno de ellos la prima se lo quiere presentar. Gloria se juega por Ernesto, renuncia, se abstiene de conocer hombres nuevos por ahora, que no le enturbien el sortilegio del martes, ya sin menstruación lo aguarda, si no fue a las diez será a las veinte, pero será, será, ella lo sabe, gracias, que los disfrutes y chau.
A todo Gato otra vez, fundas y cubiertas de discos por aquí y por allá y los auriculares sobre un bafle. También Beatles y Rolling Stones y Kiss. And Joe Cocker and James Taylor and Bee Gees. Discos en las estanterías junto a los libros de la profesión, apuntes y agendas de los últimos años y un retrato de Gloria adolescente, óptima potra incabalgada. Tiempos de resaltar las pestañas y pronunciar el escote para fastidio de su papá (atemorizado): toda esta potra, digo, esta hija para mí; digo, no es para mí: es mi hija. Tiempos de vigilar la expansión de las pantorrillas, la tersura del abdomen, la consistencia de los muslos. Tiempos de evaluar apetencias a la salida del Normal, de dejar con las ganas, tiempos de acalorada soledad. Nunca hacía frío en su alma. En otro retrato, Gloria miraría a cámara, inmarcesible, mordisqueándole una oreja a un felino bicolor. Y en otro, en una toma posterior, una Gloria baqueteada durante su tránsito por la facultad: orgías al paso con compañeros o auxiliares de cátedra.
El teléfono, sobre una mesita rodante conseguida en Emaús, al lado de la cama de una plaza, de caña, descuajeringada, con la almohada sin funda, suena.
—Habla Gloria.
… al muchacho supuestamente bárbaro. Y lo cita para el lunes. Cuenta las chinches que en la pared coral sujetan su espléndido vestido bahiano, cual si fuera un tapiz. De su estadía en San Pablo viene memorando con insidiosa frecuencia los dólares que se agenciara sin proponérselo, devenidos de una desleída cogida con un hotelero. Recién en vuelo al norte descubrió en el estuche de cosméticos los billetes que le posibilitaron alquilar automóvil, comer langosta a la Termidor y adquirir alguna pilcha cara. Posponía encarar ese episodio, maremágnum de sensaciones displacenteras al principio, en su análisis.
Al dorso de una tarjeta de su depiladora, asienta con un marcador: “Estoy Lavándome El Pelo”. La incrusta en la mirilla de la puerta del departamento. Lava su violenta cabellera con champú de huevo en la pileta del lavadero. Se enjuaga, se seca, y se mira en el espejo circular y estropeado que aprisiona un fierrito sobre la pileta. Retira la tarjeta de la mirilla. La guarda en una cigarrera. Teclea en plena siesta, a doble espacio en papel tamaño oficio y con dos copias, la versión nunca se sabe si definitiva de “La Demanda de Atención Kinésica en un Instituto de Día Geriátrico”, que urdiera con Carmelita Pizzurno, terapista ocupacional. La presentarán en el congreso de paramédicos de la ciudad de Córdoba. Irá con Carmela. Ernesto examinará la versión por si hubiera incorrecciones de estilo. Estilo el suyo de mecanógrafa. Mucha Pitman y Academias Orbe, pero ataca el maquinón con fogosidad digna de causas menos preciosistas. La Underwood negra salió a prueba de Glorias desmañadas. El escritorio en el que está, herencia de un abuelo abogado y ex-senador, ya temblequea.
Rodolfo Mederos se desgrana desde un casete que Gloria grabara en vivo, cuando ella llama a casa de Ernesto:
—Habla Gloria.
Atiende el amigo de Ernesto, a quien ella conociera también el martes. No había llegado, le dice; él creía que Ernesto estaría con ella. Escueto y amable.
Manduca en la cocina un racimo exuberante de uvas rosadas: una mordida y glup, una mordida y glup. Efectúa insignificantes enmiendas en el trabajo de investigación. Larguito. Y no meramente descriptivo. Ernesto se olvidó los Parisiennes. Enciende con el Magiclic una hornalla y con la hornalla un cigarrillo. De la mesa de luz extrae el pote (dado vuelta) de quitaesmalte Miss Blue, el quitacutículas, dos limas y un neceser de plástico rosa Dior. Introduce el meñique de la mano izquierda en la abertura de la inflamable esponjita y gira el pote. Y así con los siguientes nueve largos dedos. Lava sus manos con agua fría y sin jabón. Se seca. Empuja las cutículas con el aplicador del quitacutículas y las recorta con el alicate. Da forma a las uñas con la lima de acero y luego con la de esmeril, y, además, suprime los rebordes. Se lava ahora las manos con agua tibia y jabón La Toja. Esmalta sus uñas, agita las manos y sopla.
Abraza a la almohada, transversal en el lecho, durante media hora se permite el desfile de buenos mozos y… ¿qué hace en la pasarela el amigo de Ernesto? Errabunda, considera: La ranura del pote me mambea, me deja… ¿Así serán las de las muñecas inflables?… Y luego: No lavé los corpiños, ni el toallón, ni el vaquero, ni cosí la blusa. Y hasta yo me doy cuenta de que el placard está hecho un quilombo. Ernesto no llama. Ya me veo a la medianoche: lavar, coser, ordenar y meta sublimar. Y se nos queda dormida la que sueña con teléfonos tornasoles afirmados al cielorraso:
—Habla Gloria.
Susurra: —Habla Gloria.
Canturrea: —Habla Gloriaaa….
Grita: —¡Habla Gloria!
Ni, aunque vocifere. Verdes ojos abiertos. Ha ido demasiado lejos. Transida saca, saca, saca pulóveres, camisolas, medias, pañuelos de seda, saca del placard bolsas de celofán, remeras, un mantón de Manila, cinturones, cuatro polleras y dos túnicas saca y apila, perchas, carteras en el piso, y la dormidera se va, se va, viene lo tangible, con humor ya que no con pasión, música, falta música.
Percibe la inefabilidad melodiosa del timbre del departamento, oprimido varias veces: Gloria se entera de que Ernesto llegó. Abre la puerta, ríen y se le cuelga haciendo pinzas con las piernas. Festeja, besándolo. El patea la puerta, la cierra y traslada a Gloria, la pasea, la acaricia, la zarandea. Todo es confuso y divertido y ella no inquiere ni reprocha. Son las veinte.
* Rolando Revagliatti nació el 14 de abril de 1945 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, la Argentina. Publicó en soporte papel un volumen que reúne su dramaturgia, dos con cuentos, relatos y microficciones y dieciocho poemarios. En ediciones digitales se hallan los seis tomos de su libro “Documentales. Entrevistas a escritores argentinos”, conformados por 159 entrevistas por él realizadas. Todos sus libros cuentan con ediciones electrónicas disponibles en http://www.revagliatti.com
06/05/2024