Por Mauro Castro
Mauro Castro es Licenciado en Comunicación Social y docente en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP. Desde Junín, su ciudad natal, nos envía este artículo en el cual da cuenta del desarrollo de un proceso histórico para la comunidad: los Juicios de Lesa Humanidad que dan cuenta del accionar represivo en el oeste de la provincia de Buenos Aires, durante la dictadura cívico-militar iniciada en 1976. Aquí la nota:
El 17 de diciembre finalizó la etapa de testimonios del juicio por crímenes de lesa humanidad cometidos en Junín durante el último régimen cívico-militar. Declararon ante el TOF N° 1 de La Plata 70 testigos que rememoraron las torturas perpetradas en tres centros ilegales de detención: la Comisaría Primera, la Unidad Penal N° 13 y el destacamento policial de Morse. También develaron a lo largo de ocho audiencias los entretelones de un esquema represivo del cual la complicidad civil fue un eslabón clave.
El papel jugado por la sociedad fue, precisamente, uno de los ejes de la primera etapa del juicio. Los sobrevivientes relataron pormenorizadamente el accionar de grupos parapoliciales que auxiliaron a las fuerzas militares y de seguridad colaborando con el secuestro, la tortura y el traslado de los detenidos. Pero los testimonios no sólo denunciaron la responsabilidad de quienes participaron de tareas represivas; también iluminaron uno de los aspectos más controvertidos y dificultosos de aquellos años: el rol de quienes adscribieron a la propaganda militar y contribuyeron a generar una profunda herida en el cuerpo social.
Un repaso por los relatos de las víctimas permite advertir que el carácter genocida de la dictadura cívico-militar de 1976 no se tradujo únicamente en la maquinaria represiva de los centros de exterminio. La destrucción de los lazos sociales, el aislamiento y el miedo colectivo fueron algunas de las secuelas cuyo análisis posibilita avanzar hacia una definición más precisa sobre lo que significó el terrorismo de Estado en la Argentina.
Una nueva modalidad de genocidio
El 19 de septiembre de 2006 la Justicia argentina calificó por primera vez como “genocidio” al plan criminal de la Junta Militar. Ese día los jueces del Tribunal Oral Federal n° 1 de La Plata condenaron a reclusión perpetua al ex comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz, Director General de Investigaciones de la Policía Bonaerense entre 1976 y 1979. Los cargos: seis asesinatos y ocho secuestros y torturas cometidos “en el marco de un genocidio”. El mismo tribunal, presidido por el juez Carlos Rozanski, es el que actualmente juzga a los represores en Junín.
La definición de genocidio se institucionalizó en 1948, tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial. La “Convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio” aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas estableció en su artículo 2° que el genocidio es la agresión, tortura o matanza de los miembros de un grupo nacional, religioso, étnico o racial. Sin embargo, el término puede englobar tanto al aniquilamiento de un grupo poblacional como a los efectos sociales de esa acción exterminadora. El sociólogo Daniel Feierstein propone en su libro “El genocidio como práctica social” (2011) un interesante aporte para la discusión ya que analiza las características del régimen nazi y de la dictadura argentina e identifica un rasgo común en ambos procesos: la intención de reorganizar a la sociedad a través del terror y el dispositivo del campo de concentración.
Feierstein define al terrorismo estatal en nuestro país como un genocidio reorganizador, que es aquel que actúa específicamente sobre las relaciones sociales con el objetivo de romper los lazos de solidaridad y reciprocidad a través de la delación, la desconfianza generalizada y el aislamiento; la gestación de esas prácticas sociales genocidas estaba orientada a allanarle el camino a la represión.
El autodenominado Proceso de Reorganización Nacional se propuso así imponer el individualismo y la construcción de un “otro” anormal (el “subversivo” en la jerga castrense) como conductas dominantes. Consignas como “por algo será” y “no te metas” emanaron del aparato propagandístico militar y se instalaron en el imaginario de la época, clausurando los circuitos de información y la posibilidad de articular de una resistencia social homogénea a la matanza indiscriminada.
Las víctimas
Junín sintió los efectos de ese genocidio reorganizador. De eso da cuenta el diario local Democracia en su edición del jueves 11 de diciembre. Un recuadro titulado “Un largo y difícil camino a la reinserción económica y social”, publicado en la página 5, repasa los testimonios de los detenidos cuyo “calvario no terminó con su liberación”.
Uno de esos casos es el de Normando Di Sábato, secuestrado el 24 de enero de 1977 junto a otras 13 personas; todos formaban parte de la COART (Coordinadora de Arte), organización que nucleaba a referentes de distintas áreas culturales de Junín. Di Sábato fue llevado a la UP 13, donde fue sometido a torturas físicas y psicológicas; entre otras atrocidades, le hicieron cavar la tumba donde supuestamente lo enterrarían y le aseguraron que su ex esposa, por entonces embarazada, había abortado.
Luego de pasar más de tres meses preso, sus empleadores se negaron a reincorporarlo en el supermercado donde trabajaba. “Quedé muy mal, temeroso; la sociedad nos rechazaba. Era un paria porque muchos amigos que cruzaba miraban para otro lado”, relató Di Sábato. Olga Di Giulio, su ex mujer, a la que amenazaron con matarla para que hubiera “un zurdo menos”, contó que en la ciudad se sintió “atacada y humillada” y que sus amigos la abandonaron.
No fue muy diferente la experiencia de Cecilia Vega. Su padre Héctor fue secuestrado la misma noche que Di Sábato. En la UP 13 le hicieron un simulacro de fusilamiento: su hermano Ricardo cuenta en el libro “El orden de las tumbas” (2007), del escritor local Héctor Pellizzi, que lo llevaron al patio de la cárcel y un presunto cura le preguntó cuál era su último deseo, tras lo cual una voz dio la orden de abrir fuego; momentos después le preguntaron cínicamente: “¿Te asustaste, no?”. Cecilia afirmó que a su padre le costó reinsertarse socialmente y volver a trabajar porque “la sociedad estigmatiza esas cosas”; eso volvió a los miembros de la familia más “inhibidos y solitarios”.
El prejuicio hacia las víctimas se manifiesta en otros dos casos aberrantes. Uno de ellos es el de María Elena Echart, que brindó su testimonio en la segunda audiencia. El infierno comenzó cuando fue a la Comisaría Primera a reclamar por la libertad de su marido, Oscar Eduardo Franco, asesinado en esa dependencia el 7 de noviembre de 1976. Sufrió los peores tormentos: fue violada, golpeada y sometida a torturas psicológicas.
El acoso partió desde el propio jefe policial Edgardo Mastrandrea, uno de los siete imputados en el juicio, que iba a buscarla a su casa y ordenaba su detención a cualquier hora y en cualquier lugar, como si fuera una peligrosa criminal. Echart fue explícita al referirse a las consecuencias sociales que le produjeron estas detenciones arbitrarias: “Todo el mundo me señala con el dedo porque me llevaban a cada rato, delante de todos” (Democracia, 02/12/14).
El otro caso es el de Paula Peris. Su madre, la escritora y abogada Imelde Sans, fue secuestrada dos veces, primero el 8 de junio de 1976 y luego el 24 de enero de 1977; en ambas ocasiones le destrozaron la casa y le robaron muebles y otras pertenencias. El accionar de la policía local llegó en el drama de Paula al límite del horror: tenía sólo nueve años cuando, acompañada por su tío paterno, fue interrogada en la Comisaría Primera para que dijera a qué se dedicaba su madre. Luego de las dos detenciones ilegales, Paula fue aislada y pasó a ser considerada “la hija de la subversiva” (diario La Verdad de Junín, 02/12/14).
Una situación similar a las anteriores experimentó Julio Ginzo, ex legislador del radicalismo que durante la dictadura tomó contacto con el ex presidente Raúl Alfonsín, por entonces referente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), para intentar resolver la situación de algunos detenidos-desaparecidos. En su declaración, Ginzo criticó duramente a las entidades juninenses que celebraron el golpe militar y pronunció una frase que sintetiza el proyecto genocida de las Fuerzas Armadas: “La sociedad se manejaba con un gran rechazo a los que teníamos una postura tomada, me tocó varias veces ir a una confitería y que la gente se levante y se vaya” (La Verdad, 11/12/14).
A partir del 24 de marzo de 1976 los militares pusieron en marcha un engranaje represivo clandestino para a exterminar, bajo la excusa de salvar a la Patria de la “subversión”, a todo aquel que se opusiera a los objetivos trazados por la Junta. Pero el terrorismo de Estado provocó una herida social mucho más honda. Los sobrevivientes de la represión ilegal no sólo debieron soportar los tormentos en los centros de tortura sino también el rechazo, la segregación y la discriminación una vez que recuperaron su libertad.
Ante el intento sistemático de figuras de la oposición de desacreditar los juicios a los genocidas, comprender y analizar globalmente ese daño estructural es un ejercicio fundamental para valorar la relevancia histórica de la política de memoria, verdad y justicia.
La Causa Junín
En el juicio que comenzó el 27 de noviembre hay siete imputados: Edgardo Mastrandrea, Julio Ángel Esterlich, Aldo Antonio Chiacchietta, Abel Oscar Bracken, Francisco Silvio Manzanares, Miguel Ángel Almirón (todos ex policías) y Ángel José Gómez Pola (ex militar). Se los juzga por privaciones ilegítimas de la libertad y tormentos cometidos en perjuicio de 24 personas; estos crímenes tuvieron lugar en la Subzona 13 del circuito represivo, que dependía del I Cuerpo de Ejército y de la cual Junín era cabecera.
Las audiencias, presididas por los jueces Carlos Rozanski, César Álvarez y Pablo Vega, se desarrollan en el Salón de la Democracia de la Universidad Nacional del Noroeste de la Provincia de Buenos Aires (UNNOBA). El proceso se reanudará el próximo 3 de febrero, tras la feria judicial.