A principios de los ’70, Roberto Savio era jefe de noticias para América Latina de la Radio y Televisión Italiana. Tres años antes, Guevara había pagado con la vida el fracaso de su intento foquista en la selva boliviana. El hombre había muerto pero el mito crecía vigoroso, desplegándose como una bandera que parecía estar pintada con los colores del futuro. A Savio lo inquietan los mitos contemporáneos, y mucho más éste, cuya eficacia amenaza con influir de manera decisiva sobre la historia. Durante más de un año recorrerá América con una cámara y una idea: obtener testimonios de primera mano, desentrañar los hechos que están siendo aplastados por los discursos, reconstruir la historia, desandar el camino de Ernesto Guevara para encontrar al hombre antes de que sea definitivamente tragado por el mito. En fin, hacer periodismo.
Regresa a Italia con cientos de metros de película y se encierra febrilmente a editarlos. El resultado, Encuesta sobre un mito, es un viaje de casi cuatro horas de duración por la ruta de Guevara: de Buenos Aires a Bolivia y Perú y Ecuador, la experiencia de Guatemala en llamas, el contacto con los exilados cubanos, México, el Granma, Cuba, África, Bolivia, la muerte. Cuando termina de compaginar está agotado pero satisfecho. Sólo le queda esperar la fecha para ponerlo al aire. Pero antes, claro, debe mostrarlo ante quien corresponde. Son cuatro horas de silencio en una sala llena de expectativas y humo de cigarrillos. Cuando se encienden las luces, el director de la RAI se le acerca:
–Lo felicito, Savio, hizo un gran trabajo –elogia, pero el periodista tiene el suficiente oído para intuir que hay algo más.
–Gracias… –responde y espera.
–Lo que no entiendo es para quién hizo este documental –y lo que Savio espera llega–. No es para los norteamericanos, indudablemente; tampoco para los soviéticos, ni para los cubanos. ¿Para quién lo hizo?
Savio no cuenta qué le responde: tal vez haya dicho que simplemente estaba haciendo su trabajo, periodismo. Es decir, dejar que los hechos surjan como chispazos de la confrontación de los testimonios, de sus mismas contradicciones, del descubrimiento de la intencionalidad y de los fallidos de los discursos de los protagonistas y los testigos. Y tal vez haya agregado que los hechos, afortunadamente, tienen la caprichosa cualidad de no ser unívocos.
La discusión, si es que hubo, queda zanjada con un premio que es una nueva misión. Savio aborda un avión hacia Japón para preparar, en dos meses, un informe sobre, precisamente, las antípodas. En Tokio recibe un telegrama. Lo firma el compaginador del documental: «Están haciendo otra película con tu material. No van a proyectar la tuya», le escribe. Nada que hacerle. Savio sabe que el material es propiedad de la RAI. Que lo sienta suyo –que sea suyo– es otra cosa. «Hagan lo que quieran –escribe ahora él, no a su compaginador sino al director de la cadena–, pero no autorizo a que le pongan mi nombre».
Allí podría haber terminado la historia (apenas una más sobre la indudable perversión de los editores) si no hubiera mediado un delito: el compaginador –una noche, tarde, es posible suponer– se llevó a su casa las cintas editadas por Savio. Y no las devolvió. Corría 1973.
Treinta años después, una tarde de noviembre de 2003 –el tiempo preciso para que vencieran los derechos legales que la RAI tenía sobre el material de Savio– el documental salió de las sombras por primera vez en el mundo y única en la Argentina y se desplegó ante las miradas de poco más de doscientas personas reunidas en el Centro Cultural General San Martín.
En la película de Savio los testigos hablan como si hubiera sido ayer (y a principios de los 70 era precisamente ayer, el documental tiene esa luminosa inmediatez que fue imposible de recuperar por las investigaciones posteriores). Savio, fuera de cámara –sólo a veces aparece un fugaz perfil con gruesos anteojos que terminan simbolizando su personalidad a partir del rasgo–, pregunta. Pregunta como se debe preguntar: primero abierto (casi dubitativo, impreciso, desde el mejor lugar del no saber) para no condicionar la mirada del testigo, para no restringirlo, y después preciso, a fondo, implacable, para extraer aquello que no se quiere o no se puede decir, para desnudar las contradicciones, para que los silencios muestren toda su elocuencia.
Y hablan, casi milagrosamente hablan: Un funcionario de la reforma agraria de Paz Estensoro, que conoció fugazmente a Guevara en la convulsionada Bolivia de 1953: «Era un muchacho prolijo, reservado, siempre correctamente vestido. Trabajó unos veinte días con nosotros».
Y Ricardo Rojo, ya entonces tan en el papel de amigo del Che: «Fuimos a pie a Perú. Ernesto se indignaba al ver la miseria pero no lo hacía desde una ideología clara. Era más un sentimiento».
Y un ex militante juvenil guatemalteco: «Al principio no confiábamos en él. Decía que era médico pero venía de andarín, vestía desprolijo. Hoy diríamos que parecía un hippie. Yo le presenté a su primera mujer, Hilda Gadea, una exilada aprista».
Y el embajador argentino en Guatemala: «Me avisaron que lo andaban buscando, es posible que para matarlo, y le avisé. Le ofrecí el primer asiento en el primer avión pero lo rechazó. Me dijo que había recibido algún dinero desde Buenos Aires y que seguiría su viaje a México».
Y un médico en México DF: «Se bastaba a sí mismo. Ganaba poco pero nunca se quejaba. Trabajaba en el laboratorio, investigaba si algunos alimentos podían causar daño después de ser digeridos. Y para ganarse unos pesos más sacaba fotografías con una mala cámara. El sabía que sus fotografías eran malas».
Y después, ya mucho más adelante en el viaje hacia la muerte, pero después de la muerte, Mario Monje, secretario general del PC boliviano: «Te pido disculpas por haberte engañado, me dijo, no podíamos decirte para qué vendríamos aquí. Él quería hacer un foco guerrillero, nosotros esperábamos las condiciones para una insurrección. No nos entendimos. Si hoy viviera me diría que yo tenía razón, estoy seguro». Y Antonio Peredo, periodista, hermano de Inti y de Coco, los líderes bolivianos de la guerrilla guevarista: «El PC boliviano lo traicionó. Monje sabía que en Bolivia era imposible tomar el poder sin violencia pero obedeció la posición internacional de Moscú sobre la coexistencia pacífica».
Y un boliviano entrenado en Cuba, junto con Monje, en la guerra de guerrillas («¿Quién es usted?», pregunta Savio. «El número 6», responde): «No alcancé a incorporarme. Lo delataron antes. Monje lo traicionó porque quería ser el jefe de la guerrilla, pero no tenía las condiciones mínimas. Era pesado, tenía poca resistencia».
Y un funcionario del Pentágono: «Guevara tenía liderazgo, pero militarmente estaba menos preparado que cualquier sargento de nuestro ejército. Su libro sobre la guerrilla es una recreación de un manual soviético de la segunda guerra mundial».
Y el campesino que lo delató al ejército: «Yo no estoy con nadie. No soy comunista ni anticomunista. Hago lo que me mandan». (Savio le paga, frente a la cámara, cinco mil pesos por su testimonio. El hombre los cuenta una y otra vez: es la misma cantidad que los rangers le han pagado por su delación).
Y el silencio de la maestrita de la Higuera, refugiada en Santa Cruz de la Sierra: apenas se la entrevé por la ranura de una puerta, negándose a hablar. Al día siguiente, en un nuevo intento por convencerla, Savio ya no la encuentra: huyó.
Y Mario Terán, fusilador del Che (increíble entrevista), oculto tras un nombre falso, sorprendido, acorralado por la cámara en un diálogo tenso:
–¿Cómo murió Guevara?
–Desangrado, por las heridas.
–Tenía una herida en el corazón. Tiene que haber muerto al instante.
–Tenía muchas heridas. Una en la pierna. Se desangró.
–Hay versiones que dicen que usted lo fusiló.
–No me consta. Murió por las heridas.
Y así. Una y otra vez….
Y un general boliviano: «Después de lo ocurrido con Debray teníamos que fusilarlo. Si lo teníamos preso no íbamos a poder soportar la presión internacional».
Y mucho más: Salvador Allende relatando su último encuentro con Guevara, otro general boliviano hablando de su coraje, un campesino recordando una naranja compartida en el medio de la selva, un coronel boina verde contando cómo entrenó a la división de rangers que lo capturó. Y más…
Decenas de testimonios confrontados, entrecruzados sin temor a lo «políticamente incorrecto» para despejar el mito y sacar a la luz al hombre, a Guevara y sus hechos.
El documental de Savio (color virado al verde) ya es un documento histórico. Pero sigue siendo periodismo.