La muerte de los periodistas de nuestra ciudad, Carlos «Yiyo» Cantoni y Julián Morales, en un accidente de tránsito conmocionó a los platenses. Innumerables muestras de dolor y de afecto se manifestaron en los medios y en las redes sociales.
Desde «El Tranvía» acompañamos este difícil momento para sus familiares y todo el equipo de 221 Radio del cual formaban parte ambos periodistas, y “Yiyo” era uno de los fundadores.
Compartimos las palabras de uno de sus compañeros de 221 Radio a manera de homenaje de un grande, Yiyo Cantoni
Por Juan Rezzano
Si me pidieran que hablase de los más grosos de la radio, yo diría y, no sé, un Larrea, un Lalo Mir, un Pesoa, un Cantoni. En ese nivel estaba Yiyo. Fuera de joda. Para mí, estaba en ese nivel. Y estoy seguro: si en vez de haber laburado en Futura, en La Redonda o en su adorada 221 Radio, lo hubiese hecho en Rivadavia, Yiyo hubiera sido Pesoa.
Es que, en la radio, Yiyo era Maradona. Un genio. Un barrilete cósmico.
De profesión narrador de historias mínimas, las contaba como nadie –o como esos pocos. Remador incansable de transmisiones desmesuradas, con él, una maratón de 12 horas estaba buena de principio a fin.
Era, Cantoni, un escultor del aire. Lo manipulaba a su antojo. Lo hacía hondo para la emoción, ligero para la huevada, crispado para la puteada. Yiyo hacía radio con todo afuera: el corazón, las tripas y las bolas.
Igual, la radio con Yiyo era, las más de las veces, una fiesta delirante casi siempre al borde del desborde –muchas veces, irreversiblemente desbordada.
Pero Yiyo no solamente contaba las historias. Te las inventaba con personas reales. Él decía: cada boludo que trabaja en la radio tiene que ser un personaje. En cada boludo que trabaja en la radio el oyente tiene que reconocer un rasgo, un hábito, una fobia, un tic –o un toc-, una manía. ¿Y de dónde partía para construirlos? Muchas veces, de un sobrenombre. El tipo te observaba un poquito y se agarraba del detalle más pelotudo y te ponía un sobrenombre, y después lo ponía en un guión no escrito. Me lo hizo a mí la primera vez que vino a casa a comer un asado. Me vio muy meticuloso y tiró: ¡Ah, pero éste en la parrilla es un neurocirujano! Desde entonces, en la radio soy el doctor Rezzano.
El sábado, Pico Sanzone (otro genio delirante desbordado) tituló con certeza y justicia la noticia más hija de puta. “El periodismo digno y rebelde, desgarrado por la tragedia”, puso. Sí: Yiyo era digno y era rebelde. No por nada andaba siempre colgando en sus paredes esos dos cuadritos: el de Lennon y el del Che.
Era un rebelde con causas, Cantoni. La última, el reclamo de Memoria, Verdad y Justicia por las víctimas de la inundación del 2 de abril, ésa que lo tapó de agua y lo sumergió en una bronca inoxidable –el agua le bajó, pero la bronca nunca.
Jodía con que la democracia burguesa a él no le iba. Claramente era un tipo de izquierdas, pero las de él eran unas izquierdas sin dogma y, entonces, sin las arrogancias discursivas de las izquierdas clásicas -había leído todo, pero no andaba pavoneándose con su espesura intelectual.
Claro, Yiyo no era clásico en nada. Era diferente en todo. Era único, el tipo. Una edición limitada de un solo ejemplar.
Ricotero de la primera hora, últimamente no le daban las tabas para misas ricoteras. La última que se permitió fue una en Salta, hace un par de años, porque fue en un estadio con tribunas que le permitían tomar asiento. Y menos le daban para pogos. El último que se permitió fue cuando se casó (se casó, bah… los casó Dalto), hace dos pares de años, más o menos, y, cuando sonó JiJiJi, saltó a la pista al grito de vamo lo redó y se mezcló en una entrañablemente bizarra marabunta de cincuentones y cincuentonas, algunas de ellas en sus tacos de fiesta. Pero sí le daban la cabeza y el corazón para seguir siendo filosóficamente ricotero y hacer de la autogestión su manera de canalizar la dignidad y la rebeldía –bueno, también estaba esa chomba amarilla que no se sabía si era una chomba estirada o un vestido encogido.
Yiyo zurcía sus proyectos (el restaurante, la radio) con hilos de paciencia, mucho talento, más creatividad y, sobre todo, un objetivo romántico.
Porque él desafiaba al capitalismo armando negocios en los que la guita –ganar guita- nunca era el fin, sino apenas el medio. Y nada de ganar guita con hijos de puta, eh.
Sentí hablar del tal Cantoni por primera vez en Futura (la radio del también inolvidable Gordo Candreva), en la madrugada de los noventas, cuando éramos tan jóvenes. Todos los días a la noche era, él y otro rufián del que ahora no puedo acordarme el nombre, Los Cosos de Al Lao. Yo estaba a la mañana con el Gordo Alzamora, que no paraba de babearse con Los Cosos esos. Entonces me pareció que Yiyo, el autogestor, era un buen producto de Futura, pero ahora sé que Futura fue un buen producto de Yiyo y de tantos otros tipos como él.
En eso de la autogestión, Cantoni era un mago. Con cuatro papas hacía un asado, como decía él mismo de los tipos y las minas a quienes admiraba con devoción de pibe que va descubriendo el mundo. Porque él era un genio, pero se la pasaba admirando a otros tipos y a otras minas que con cuatro papas hacían asados. No, lo que hace este muñeco es impresionante, te decía, y, haciendo como si asintiera con la cabeza, te metía un bache y se te quedaba mirando un cachito como para darte tiempo a admirar vos también al fulano o a la mengana que capaz no era para tanto lo que hacían, pero él era así, de admirar a los demás.
El acervo del humor negro popular tiene últimamente un clásico de velorio: pucha, se murió justo ahora que estaba vivo. Bueno, Yiyo se murió cuando estaba más vivo que todos nosotros juntos.
Como en el aire, Cantoni hacía de la vida una fiesta inolvidable. Pero no la fiesta solamente de la joda del pe pe pe pe pe. La del disfrute y el goce del laburo, los amigos, la familia, la música, los libros, la mesa abundante y las buenas patadas cuando no se podía jugar. Pero también la joda del pe pe pe pe pe pe. Porque, por ejemplo: para fin de año están los amargos que renegamos de las fiestas y están los Cantonis, que te meten 60 personas en el patio de la casa, arman la banda para la zapada y dale que va: meta chupi y baile hasta el amanecer.
Así, desmesurado, era el mundo Yiyo. ¿Año Nuevo? Todo el barrio en el patio. ¿Se retira Verón? 11 horas por el 11. ¿Se juega el clásico? La previa desde la tarde del día anterior. ¿Se muere Spinetta? Un día entera escuchando al Flaco y nos quedamos todos a bancarla y hablamos todos del Flaco un día entero. ¿Pollos al disco? Cinco discos hasta las bolas de pollo y todo el mundo a cortar las tres toneladas de verduras para los faquin pollos al disco. Y que no se corte, eh. ¿Qué pasa, doctor, que las parrillas están frías?, me increpaba cada tanto. Igual, últimamente a veces se hinchaba las pelotas y se autolimitaba. “Si hacemos un asado terminamos todos en pedo y no hacemos un carajo”, frenaba cuando armaba esas reuniones chinas y alguno proponía matizar el mitin con unas carnes a las brasas –o, directamente, hacer un asado y que el mitin se fuera a la puta que lo parió.
Dice Gabriel Rolón –sí, ya sé, garpa más citar a Nietzsche, a Sartre o a Foucault, pero esos hablan muy difícil y no les entiendo una goma- que la libertad no existe y que, entonces, la cosa no es pretender ser libres, pero sí hacer lo posible para transitar el camino que nos marca el deseo. Bueno, por ahí andaba Cantoni y por ahí nos arrastraba a todos, prometiendo tierras prometidas que se iban alejando a medida que íbamos caminando, porque la joda estaba, se ve, en patear juntos empujados por un deseo colectivo.
Su amada Claudia me dijo, mientras remaba con hidalguía en un mar de lágrimas mezcladas: a él hay que celebrarlo. Ok. Trabajemos en eso. Celebremos a Yiyo. Recordemos esa vida suya que fue una fiesta. Y reconozcamos el privilegio de haber integrado la trup de su circo digno y rebelde. Ojo, que no va a ser fácil. Porque también me dijo Claudia: ahora va a haber menos alegría en el mundo. Y tiene razón, la puta madre.