A José Raúl Díaz In memoriam.
Era inevitable que lo llamaran Sugus, como el muñequito de los caramelos. Era igualito, a pesar del bigote. Y, también, Muñeco, por esa cuestión de poner sobrenombres aun sobre los apodos, en esos casos en que los apodos logran aún más fuerza que el nombre propio.
Por una cuestión de proximidad, o de orgullosa exclusividad de los que se sentían cerca –como éste, el que ahora escribe e intentará no usar la primera persona–, se lo nombraba así: Muñeco para adentro, El Negro Sugus para los demás. Y entre los demás estaban, también, los otros.
Muñeco y Sugus eran nombres de guerra.
Cuando lo conoció –y aún después de conocerlo–, el que ahora escribe no supo su nombre. No hacía falta: eran las reglas del juego (en un sentido preciso: el de jugarse, no el de jugar a…) esperanzado y fatal.
Supo –o supieron, porque la cosa era para los dos: el Muñeco tampoco conocía el nombre del que ahora escribe– otras cosas que no debió ni debieron haber sabido. Porque aun con reglas estrictas, en las noches largas se rompen algunos tabiques y las miradas pueden vislumbrar el lugar de dónde se viene aunque eso no sea bueno para llegar a donde –se sueña que– se va.
En una de esas noches supieron que habían compartido el Colegio Nacional de La Plata. Sin compartirlo en realidad, porque cuando Muñeco salía –corría el ’67–, el que ahora escribe cursaba sexto de la Anexa –anexa a ese Colegio y a esa Universidad– y ni siquiera pensaba dónde iba a ir.
Se conocieron después, en las escalinatas del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, cerca de esos tigres de dientes largos –diente de sable (Smilodon fatalis)– que las custodiaban impávidos, testimoniando una imposible eternidad.
Y en otra de esas noches –o quizás fuera la misma–, descubrieron que a los dos les gustaba la música clásica, o más precisamente la barroca, y que Vivaldi y Haendel y Albinoni mucho, pero (al que esto escribe) menos que Bach.
El que ahora escribe debe confesar que le resultó extraño y que jamás lo habría reconocido si Muñeco no hubiera tomado la iniciativa, porque –la confesión, banal al fin, sigue– el que ahora escribe creía tener claro, en esos tiempos de certezas, lo que había que escuchar.
Y en otra ocasión –en un departamento frente a Plaza Italia, la de La Plata, a principios del ’75–, el que ahora escribe pero que por entonces no soñaba con escribir lo vio aparecer con un vinilo lleno de africanos en la tapa, que sonreían con dientes muy blancos pero menos blancos que los de Muñeco al mostrarlo como un trofeo y decir:
–¡Escuchá esto, hermanito! –aunque no dijo hermanito, dijo un nombre pero sonaba como si dijera: hermanito, hermano: eso que se siente pero no se puede describir.
–¿Qué es? –preguntó el que ahora escribe.
–¡La Misa Luba del Congo! ¡Es genial! –gritaron los dientes blancos de Muñeco.
Silencio atónito, ideológicamente correcto (“la religión es el opio de los pueblos”), casi descalificador del que ahora escribe y la pregunta que le salió como un latigazo de recriminación:
–¡¿Una misa?! ¡¿Querés que escuchemos una misa?!
Y la respuesta de Muñeco, del Negro, de Sugus:
–¡Vos escuchá!
Frente a la pantalla de la computadora, con los auriculares puestos, el que ahora escribe escucha la Misa Luba y recuerda para seguir escribiendo: Muñeco –Sugus para los demás, y entre los demás estaban también los otros– subido a un escritorio arengando en una asamblea del Museo; el Muñeco diciendo en una reunión decisiva de fines de 1974 que el foquismo y el espontaneísmo –sucesivamente (vaya términos, qué lecturas de la realidad)– no daban para más y que basta de Grupos Revolucionarios de Base –basta de FAL 22–, que había que militar en serio, donde valiera el riesgo y la pena porque si no la historia –a todos y al que ahora escribe también– nos iba a pasar por encima; Muñeco diciendo que ahora era (debía ser) el PRT y casi todos –el que ahora escribe también– yendo con él; Muñeco dejando el frente universitario para proletarizarse.
Y después: una cita asustada en Berisso, consecuencia de una caída, y Muñeco, a la salida de una fábrica, diciendo(me): “Tranquilo, hermanito (no dijo hermanito, dijo un nombre que no es pero que era mi nombre)”, mientras cada vereda, cada esquina, cada calle tenía el cartel de The End.
Muñeco yéndose, sin que el que ahora escribe supiera adónde se iba, aunque sabiendo que no se iba sino que iba a estar más, y sintiendo que, como Alina Reyes en el abrazo, estaba yéndose con él.
Hace un tiempo, que es lo que sea –tal vez menos–, el que ahora escribe supo que Muñeco fue secuestrado el 2 de mayo de 1976, en San Isidro.
Hace apenas un tiempo –tal vez menos, pero más de 35 años después–, el que ahora escribe supo por primera vez el nombre de Muñeco, del Negro Sugus.
Pero ahora, cuando escribe este final, descubre que ya no lo recuerda. O que lo ha borrado, por esa puta necesidad –que ahora es una herida– de tabicar.
Su nombre era (es, porque sigue desaparecido) José Raúl Díaz.
También Sugus. También Muñeco. También Negro.
Acá estás, conmigo, compañero, en estas palabras escritas de apuro; aunque los que quedamos todavía no te hayamos podido encontrar.
Yo ahora sé tu nombre, José.
A vos, Muñeco, no te dejaron conocer el mío.