Nietzsche afirmaba que cuando algunos hechos son duraderos, luego resultan obvios. Si hay algo que se repite por muchos años, pareciera que hubiera existido siempre, y esa ilusión encubre que algunas circunstancias fueron emergentes en determinados coyunturas y que pasada ella, pueden desaparecer. Esta visión podría ser aplicable a cualquier clase de hechos, entre los que obviamente no se excluye a la política, en tanto actividad capital en la vida de la sociedad.
El peronismo emergente tras la dictadura cívico- militar (1976- 1983) ya no tenía al líder aglutinador. No pocos pensaban antes de 1974 que cuando Perón muriera, el peronismo se iba a terminar. Esto no sucedió, pero la conducción pasó a ser un terreno de áspera disputa donde ningún caudillo o dirigente podría lograr la tan ansiada unidad del movimiento, y mucho menos ser un líder de esa talla. Muerto el padre, cualquier hijo creía o tenía el derecho de suponer poder ser el heredero, pero las ofertas al multiplicarse, crearon consecuencias políticas sin antecedentes, entre ellas las disputas setentistas entre la izquierda y la derecha del peronismo. La derrota del 83 ante Alfonsín podría explicarse por esto, entre alguna que otra variable. De igual forma el triunfo de la Alianza en el 99.
La existencia de un liderazgo fuerte a nivel nacional, es la que da certezas del éxito electoral, más allá de los humores sociales circunstanciales, a sabiendas de que estos liderazgos se fundamentan en la capacidad de dar respuestas efectivas a los problemas más sentidos por las mayorías populares.
Sin estos liderazgos creció la idea de que los referentes locales (municipales o provinciales) iban a ser los que les aportarían votos a los candidatos nacionales. El proceso iniciado en 2003 con Néstor Kirchner por un tiempo considerable conservó esta práctica política de generar apoyos locales, pero a partir de 2010, la sociedad pegó un giro inesperado, y esa lógica comenzó a romperse. Hoy, al igual que en el primer peronismo vuelve a existir un fuerte liderazgo que no depende exclusivamente de los caciques locales, y esto puede demostrase viendo solamente los resultados electorales de 2011.
Pero lo más importante es que esa vieja práctica hoy no aporta a la construcción de la organización popular necesaria para profundizar el proyecto. Un verdadero dirigente político local es el que aporta hoy mucho más fuerzas sociales organizadas para modificar las relaciones de poder a favor del campo popular, y esto obviamente no se expresa nada más que como un hecho electoral.