Si en el seno de una estructuración compleja, se considerara que el conflicto social consiste en un hecho anómalo, puntual, o circunstancial; la idea de aislarlo no implicaría algo que pudiera tildarse de descabellado, por el contrario, hacerlo sería una forma de resolución efectiva, logrando que todo lo que es externo a él, no se salpique y quede a salvaguardas de su supuesto efecto expansivo. Considerar al conflicto social como una anomalía, en última instancia legitima la represión del mismo.
El conflicto social lejos de ser una excepción, o un efecto residual, es parte constitutiva de cualquier formación social compleja, y su sitio en la escena colectiva, en su faz estructurada; conduce o responde a lo estructurante de la sociedad misma. Callar el conflicto, es no permitirse adentrarse en lo intrincado de las estructuraciones complejas, donde radican los núcleos fundantes de las injusticias, las desigualdades y las irracionalidades.
Una política que intentase subsistir al margen del conflicto, u obviándolo, rayaría en sus límites con lo apolítico mismo, ya que sería la renegación de las demandas sociales, que validan y dan legitimidad al hecho mismo de hacer política. El conflicto es la matriz constitutiva de cualquier acción colectiva, mientras que la forma de plantear su resolución, inevitablemente conduce a la toma de posición, a la politización, a tomar partido. Considerar al conflicto como un hecho temporal, aislado o aislable; también es sentar una posición, o una forma de resolución, que como anteriormente señalábamos, en última instancia justifica la represión, aunque no la lleve a cabo, ya que legitima en el ánimo social la idea de reprimir.
El gobierno kirchnerista, desde el 2003, inició una política bien peculiar en relación al conflicto social, constituyéndolo en el soporte principal de la gestión estatal, y sin dudas esta posición particular se convirtió en estructurante del proceso de repolitización de amplios sectores de la sociedad, un proceso que si bien hoy podemos considerar significativo, aún tiene un trecho muy largo por andar y de posible desarrollo, si esta característica de la política kirchnerista se extiende como es deseable a los más recónditos y a veces esquivos esquineros del tablero nacional, alcanzando la base misma de la sociedad: los lugares de trabajo, los barrios, las profesiones, las provincias, los municipios, la cultura, la ciudad y el campo. Si aún hoy existen apatías hacia lo político en determinadas extractos sociales, es porque falta escuchar al conflicto, permitir que se elabore, poder darle un lugar en la institucionalidad. Hacerlo, sería un nombre más de lo que se dio en llamar: inclusión ciudadana.
Decíamos que el kirchnerismo logró iniciar una política peculiar al respecto, y si bien existen algunas pistas muy concretas para poder afirmarlo: la no represión del conflicto, la política del Ministerio de Trabajo, la inscripción institucional de viejas demandas de los movimientos sociales, ya sea de DDHH, de movimientos piqueteros, de género, de fábricas recuperadas, etc.; consideramos que debiera esbozarse o al menos comenzar a realizarse una elaboración en el plano de lo conceptual abstracto, acerca de lo que viene desarrollándose en la material concreto. Esta elaboración no implica ni un adorno, ni un esquema para justificar nada, sino un marco conceptual desde donde se puedan avizorar nuevos horizontes de probabilidades, que sin realizarlo, desde la empiria misma no podría hacerse. Este planteo, sin dudas no niega que existan ya algunas elaboraciones al respecto.
La política propia de las derechas siempre fue la del aislacionismo del conflicto social, su represión y desarticulación, mientras que en el plano preventivo, la contrainsurgencia, la inteligencia o el espionaje. Desde las izquierdas clásicas, la política consistía en montarse del conflicto, con la presunción de su generalización, proponiendo la consigna de unificar todos los reclamos para crear una crisis, que permita a una vanguardia revolucionaria asaltar el poder.
Ante el impetuoso avance de la derecha en tiempos del neoliberalismo, fragmentando el tejido social, produciendo enormes desequilibrios, reduciendo significativamente la capacidad operativa de la clase trabajadora, pero principalmente estableciendo un escenario cultural donde se privilegiaban las salidas individuales, y la admiración por los éxitos económicos a cualquier precio; las viejas estrategias de la izquierda pasaron a ser un capítulo casi clausurado en una realidad social, política, ideológica y económica, muy diferente a aquellas que habían inspirado el ideario revolucionario. En verdad lo que dejaba de cuajar con la realidad que imponía el pensamiento único neoliberal, era principalmente la traslación mecánica de estrategias pensadas en otros contextos.
En los noventa, ante la crisis de la clase obrera y el surgimiento de los nuevos movimientos sociales, ya se podía definir que los planteos para el futuro inmediato no podían ser de ruptura, sino de negociación. La ausencia en aquel tiempo de un sujeto social capaz de centralizar a todos los sectores populares, planteaban de mínima establecer un nuevo escenario donde los movimientos sociales pudieran establecer algo así como una mesa de negociación para sus reclamos. Esto conllevaría un cambio en la relación de fuerzas y el horizonte programático de un nuevo pacto social.
La crisis de 2001 encontró a la Argentina ante la presencia de múltiples actores sociales, unidos por momentos en la acción, pero carentes de una proyección política que pudiera reemplazar a lo viejo, abriendo una vacancia de poder público que pudiera tener legitimidad en la sociedad. Los gobiernos de entonces tuvieron como política para el conflicto social, la represión y la desarticulación de los diferentes movimientos.
El gobierno de Néstor Kirchner privilegió la negociación, el diálogo y la no represión, y en este sentido podría afirmarse que el conflicto social entró como una palanca principal de la dinámica política, como cuestión de estado.
El ministro de Trabajo Carlos Tomada, expresó que no se le debe temer a la conflictividad social, sino que ella constituye la puja necesaria para la distribución de la riqueza, o en otro momento manifestar que al conflicto laboral no se lo reprime ni aísla sino que se lo administra.
Vale aclarar que lo que consideramos como conflicto social, excede largamente a la demanda de organizaciones sociales, considerado tal vez como el típico caso de conflictividad. El conflicto social alcanza a todos los aspectos de la convivencia ciudadana, a la agresión entre vecinos, a la inseguridad, a la violencia juvenil y deportiva, a la tensión con las fuerzas policiales, etc.
El trazo grueso de lo que constituye una política que incluye al conflicto social como parte necesaria del proceso, sin dudas está esbozado, lo que resta es que pueda profundizarse en intención y en extensión, en las particularidades mismas del tablero para alcanzar lo más fino del trazo, generando una nueva agenda que apunte a un nuevo pacto social, es decir a un piso desde el cual no pueda existir retroceso. Esto no es solamente un planteo que debe llevarse adelante en la acción política, sino que también debiera ser parte de una práctica teórica que permita conceptualizar a esta nueva realidad que ya está en marcha, dándole proyección, y propiciando que en el sentido común, se afiance la necesidad de ese piso del cual no debe haber retroceso.