Por Walter Barboza
No hay pacificación posible, estamos condenados al perpetuo enfrentamiento, al conflicto permanente. Y eso será así en la medida en que siempre podamos advertir frente a nosotros la presencia inquietante del “Otro”. Ello no significa, como creían los pueblos del mundo antiguo, o como lo consideraban algunas organizaciones políticas como el nazismo en el Siglo XX, que la tarea sea la eliminación física del Otro para poder existir y reafirmarnos como tales. Pero ocurre que con ello la sociedad debe aprender a convivir si es que la sujeción, la supresión política, el incardinamiento o cualesquiera sean los mecanismos de dominación social, no funcionan.
Su desarrollo, aunque complejo en su perspectiva filosófica, podrían plantearse del siguiente modo: mi conciencia necesita un objeto para existir, por lo tanto no hay conciencia sin objeto. Mi conciencia reconoce esa situación, lo que le permite a su vez comprenderse “a sí misma como existente”. Pero mi conciencia comprende al mismo tiempo que conocer no significa entrar en contacto con la cosa, sino el acceso a las motivaciones de la cosa, a su estar ahí y no en otro lado, las pretensiones y su destino. Nunca la cosa en sí.
Esa resistencia de la cosa a ser conocida, pone en peligro nuestra propia existencia si es que la misma necesita de la cosa para poder existir. Con ello podemos señalar, como pensaba Sartre, al carácter “absurdo” de la existencia y las limitaciones del existir, si es que ese existir es concedido por la cosa.
Pero a esa relación entre conciencia y objeto, o entre mi conciencia y ese objeto que se me presenta como inasequible, se le presentará en su devenir histórico una nueva dificultad, un objeto extraño, que puja, que tensiona y que lucha por el acceso a esos otros objetos que están ahí: el “Otro”. La compañía del Otro que no es ni más ni menos que el compañero de trabajo, el vecino, el estudiante, aquel que me acompaña a diario en el tren, el colectivo, que espera junto a mí en la cola del banco.
Ese Otro, móvil y escurridizo, cuya tarea esencial es la de intentar acceder a la naturaleza de la cosas, al ser en sí, al sentido mismo de los objetos, y que es una cosa como tantas otras que hay en el mundo, se resiste a ser dominado, subyugado por mi conciencia, del mismo modo en que yo me resisto a ser dominado por él. Ambos somos objetos que quieren ser conscientes, sujetos en actividad. Allí, según Sartre*, residen las claves del conflicto: en una lucha incesante para evitar que cada uno entregue su identidad al Otro, para evitar que cada uno quede bajo el dominio del Otro. Presencia amenazante y atroz.
Y ese ser consciente (al que Sartre denomina ser para sí), que arrojado al mundo deberá optar entre las distintas posibilidades que le ofrece un escenario invadido de cosas, debe elegir para seguir siendo. Hay una dimensión humana, que aparece y que obliga al hombre a constituirse como dueño de su destino. Caminos posibles, elección y la presencia de la angustia como expresión clara y visible de la elección. Pues esa elección no es gratuita, sino que implicará el peso de la responsabilidad de lo que elegimos.
Libertad, elección, caminos posibles, angustia, son los elementos que entran en juego en el proceso de reafirmación de la conciencia del hombre frente a la cosa. Pero, como fue señalado líneas atrás, hay frente al hombre una presencia permanente que lo agobia, el “Otro”, y que reclama para sí la necesidad de reafirmar su conciencia frente a la cosa. Que está constituido, también, a partir de la libertad de elegir, de optar por caminos posibles, y que sabe de mi existencia y sospecha de mis posibles elecciones. Y ese encuentro con el Otro no parece anticiparse como un encuentro amistoso, toda vez que el “Otro” tiene la posibilidad de elegir el camino que “Yo” elijo o de exigirme lo que yo puede exigirle para reafirmar el camino elegido. Es un objeto (cosa) que aparece a disputarme el mundo, si ya no me la ha robado, y con el que tendremos las dificultades propias de la libertad que ambos tenemos para elegir. Ninguno es del todo dueño de la situación. Una veces es el YO, otras es el Otro. La imprevisibilidad será la marca distintiva de la presencia amenazante del Otro, que quiere y elige lo que yo elijo, o que genera dificultades para que Yo me vea impedido de tener acceso a la cosa o proyecto.
A fines de 2015 esa confrontación en la Argentina, que algunos periodistas definieron como la grieta, no ha hecho más que poner de manifiesto el camino que la filosofía existencialista tomó para caracterizar la violencia que las guerras y luchas políticas sembraron en el mundo a lo largo del siglo XX.
El presidente Mauricio Macri, se supone vino a pacificar el país y propiciar la unión entre los argentinos, una ilusión, cuando no una visión romántica de la política, que solapa y cubre la naturaleza de un conflicto que no ha cesado y que amenaza con profundizarse en la medida en que cada una de las decisiones que toma en su gestión son puestas en duda por una parte de la población y aceptadas con beneplácito por la otra. El “Otro” odia, eso es claro y visible. Dice cosas horrendas sobre el “Otro” (negro, planero* y pobre son los motes preferidos) y manifiesta su deseo de que desaparezca, que se extinga, puesto que su presencia inquietante amenaza con dificultar la elección de su proyecto y de truncar la reafirmación de su conciencia frente a la cosa.
*Jean Paul Sartre, filósofo Francés, creador de innumerables obras de teatro y novelas. Miembro de la resistencia francesa durante la caída de París. Entre sus trabajos filosóficos se destacan “El ser y la nada” y entre sus obras literarias “Muertos sin sepultura”, “la edad de la razón”.
*Planero, forma despectiva de un sector de la sociedad argentina, fundamentalmente de sus sectores de clase media, que utilizan para referirse a los beneficiarios de la ayuda social del estado.