Una serie de hechos y acontecimientos que no suenan aislados. El precio del dólar, el paro de los productores rurales, el leve tronido de las cacerolas porteñas y del norte de Buenos Aires, la agresión a un equipo del programa “678”, a un equipo de Crónica, Tiempo Argentino, Duro de domar y la agencia estatal Telam, los debates sobre la pesificación de una economía ficticiamente dolarizada, suman antecedentes que en la historia argentina suenan a “revancha clasista”.
De ello este país tiene historia. Su máxima expresión es el golpe cívico-militar de 1976. Sobre el asunto abunda una amplia literatura. En las décadas del sesenta y setenta construían la “otredad” del sujeto social a partir determinadas categorías: “Subversivos”, “extremistas”, “terroristas”. Un sin número de definiciones asociadas a la infiltración marxista, apátrida y extranjerizante.
Curiosamente representan a minorías imposibilitadas de poder construir un candidato que los represente en el congreso o en elecciones libres. Paradójicamente impiden el libre trabajo de la prensa en nombre de la “libertad” que reclaman. Ejercen la violencia de facto, para luego ubicarse en el lugar de las víctimas de un estado que no escucha sus reclamos.
Dividen a la sociedad en dos: o se esta a favor o se está en contra, en un contexto político y social propicio para el debate abierto y franco. No entienden que la distribución de la riqueza llega muchas veces al conjunto de la población en forma indirecta, porque la avaricia los ciega y les impide tener registro del “otro”.
Buen momento, el Día del Periodista, para recordar que Moreno, Monteagudo, Castelli, Belgrano, San Martín, tuvieron que atravesar la misma experiencia. A Moreno le costó la vida en alta mar, a Castelli el ostracismo, a Belgrano sólo la gloria de la bandera, a Monteagudo la vida en el virreinato del Perú, a San Martín el exilio.
Debieron luchar contra conspiraciones de todo tipo y contra una prensa que se les constituía adversa. Desarrollaron sus propios medios de información porque entendían, como en la Francia revolucionaria, que todo proyecto político sólo se podía sustentar a partir de un aparato de prensa. Sería entonces ingenuo pensar en un estado-nación carente de los medios necesarios para articular un proyecto político. La libertad de prensa consiste entonces en que los estados nacionales tienen una prensa que permite balancear a la opinión pública frente a la prensa “independiente”, o a la prensa que se erige en salvaguarda de los intereses ciudadanos.
El debate transcurre entre el derrotero del jovencito que disfrazado de dólar reclama su supuesto derecho a comprar la moneda norteamericana y la señora pudiente que en el 2008 es fotografía “caceroleando” con su empleada doméstica en pleno barrio norte. La empleada, vestida con uniforme de servicio doméstico, es la que sujeta fuertemente la cacerola de teflón; mientras ambas miran indignadas las hordas salvajes que del gran Buenos Aires llegan a defender, lo que entienden, es un gobierno popular.
Estas son las imágenes más fuertes y más patéticas de un problema culturar. La batalla sobre este frente no es nueva. Con anterioridad a que la propia Cristina la ponga en palabras, el problema de la “batalla cultural” ya había sido planteado por la propia CTA hace algunos años. La presidenta retoma la idea y la expresa cada vez que puede, porque se trata de eso: de una confrontación en la que es necesario cambiar un orden que es concebido por un sector de la sociedad como natural, pues el colonialismo cultural todavía se expresa en ciertas formas de consumo o prácticas sociales.
En ese marco, es necesario destacar las modificaciones que han operado sobre el ejercicio profesional del periodismo. La transformación de la información en una mercancía, obtura las posibilidades de crear una agenda distinta a la que construyen los medios que así la conciben. La espectacularidad, la morbosidad, su cotización en términos de tragedia colectiva, son rasgos que en este cambio de época, parecen definir qué es noticia y qué no, y qué merece ser narrado y qué no.
El conflicto, espacio nodal que forma parte de la estructura de cualquier forma narrativa, parece estar condicionado por la gravedad del asunto que cuenta. Para la prensa sólo existe un relato en la medida en que un conflicto se puede dimensionar por sus efectos nocivos. Como si el cine, el cine documental, o cualquier otra forma narrativa y estética, no hubieran hecho aportes a partir de la resolución de conflictos de otra naturaleza. Para desgracia de los detentadores de esta forma de hacer periodismo, él siempre está, lo que no garantiza su naturaleza mórbida.