Por Walter Barboza
Cuando Hannah Arendt escribió su obra más prolífica, a mediados del siglo XX, jamás hubiera imaginado que aquella caracterización que hiciera de los totalitarismos más salientes de su época, el nazismo y el stalinismo, cobrarían formas de legitimación más sofisticadas que la brutalidad con la que emergieron en la Alemania hitleriana y la Rusia de J. Stalin.
Arendt nos recuerda en su libro “Los orígenes del totalitarismo”, que estos irrumpieron como una “forma nueva” de la política europea y que vinieron a “solucionar” aquellos problemas que la sociedad del siglo XIX, humanista en su expresión más fuertemente marcada, no había podido resolver bajo ninguna de las formas de gobierno conocidas hasta entonces.
Uno de esos problemas fue el de las minorías étnicas y religiosas. La “cuestión judía”, y el problema del reconocimiento de derechos civiles a esta y otras comunidades asentadas en Alemania, es un claro ejemplo.
Reducidos a la condición de “apatridas” o “parias”, sin estado-nación que les reconozca sus derechos, como resultado de la crisis provocada en las naciones a raíz de la primera guerra mundial, el pueblo judío-alemán es condenado al último reducto que se les deja para vivir: el seno del hogar. En principio porque hay dos categorías antagónicas que se ponen en juego: el estado, como espacio de representación de la pluralidad étnica, religiosa y política de una sociedad y la nación, como ámbito que supone una homogeneidad étnica, religiosa y cultural. Prevalece la idea de nación y la crisis alienta otro tipo de expectativas que, a través de los tratados de minorías, no harán otra cosa que agudizar esas contradicciones. Con este dispositivo en marcha, algunos podrán vivir bajo la ley de excepción o bien en la ilegalidad. Y es allí donde empieza a construirse un nuevo sujeto político: el superfluo, el que está demás. Gentes de las cuales el estado, evidentemente, puede prescindir porque “no hay nadie que reclame por ellas”.
“La solución final”, ensayada por el nazismo entre 1939 y 1945, será la vía legitimada para la resolución de aquellos conflictos heredados del siglo XIX y que emergerá como una alternativa aceptada por el conjunto de la sociedad de entonces.
Qué sucedió con esa herencia para que un personaje como Hitler, o Stalin, llegaran a la cúspide del poder bajo formas violentas del ejercicio del mismo. En principio, en el diagnóstico, coinciden la gran mayoría de los pensadores del siglo XX: el fin de la “Belle Époque” y el inicio de una etapa que pondrá en crisis los postulados de la modernidad y de la cultura europea occidental.
Pero fundamentalmente porque están dadas las condiciones de posibilidad para que emerjan, en el seno de las mismas, experiencias como el nazismo, que no harán otra cosa que expresar los rasgos de una sociedad en la cual el totalitarismo ya estaba presente. Hitler no descubre nada nuevo, solo corre el velo que oculta la mirada de una sociedad que cree posible en la eliminación física del otro para resolver los problemas sociales. Hitler será la formulación política de esa experiencia, funesta para la condición humana. La muerte, o el asesinato colectivo, están presentes en el pensamiento de la gente.
Cuando una sociedad comienza a construir “significantes” del tipo “ñoqui”, “planero”, “vago”, cargados de un sentido profundamente peyorativo, y empieza a sobrevolar en el pensamiento cotidiano la idea de la marginación social, la enajenación de derechos fundamentales, como formas de solucionar un problema que supuestamente ha sido visibilizado en toda su dimensión, ¿a cuánto tiempo está una sociedad de dar ese salto al vacío que dieron otras sociedades en el Siglo XX? ¿Cuánto de la condición humana propia, y cuánto de la condición humana del otro, es despojada del sujeto? ¿Es posible que la sociedad argentina se encamine hacia un totalitarismo de nuevo tipo?
Desde que el presidente Macri asumiera su cargo como presidente de la nación, no ha cejado de plasmar las pocas iniciativas políticas emanadas de su gobierno por medio de Decretos de Necesidad y urgencia (DNU). Los mismos, sin entrar en detalles respecto de su naturaleza, fueron tomados sin que mediara ninguna urgencia y mucho menos una necesidad. Lo ha hecho con un simple trámite administrativa y obviando cualquier intervención del Congreso de la Nación, que es el órgano natural por medio del cual se expresa el conjunto de la sociedad. Lo curioso del caso es que esta ofensiva, que va en contra del sentido más elemental del sistema democrático, obtuvo el respaldo de la gente en foros y redes sociales.
Con cierto goce, las medidas regresivas que atentan contra el ingreso de los trabajadores fueron aceptadas de manera a-crítica por muchos de los propios perjudicados. Gente cuyo único ingreso familiar es su fuente de trabajo, asiste al comienzo de un nuevo derrotero político como si fuera una verdadera fiesta. En ese marco las manifestaciones de los adherentes al Presidente Macri, expresan su satisfacción por los despidos de los trabajadores estatales a los que han reducido al estatuto de “parásito del estado”. Como si fueran “parias urbanos”, son descalificados por los gobiernos nacional, provincial y los municipales. No hay posibilidades de defensa ante la infamia, ante el estigma con el cual son marcados. Una suerte de cerco informativo impide que la profundidad del problema tenga la visibilidad que merece. En el fondo, como sedimentado por el paso del tiempo, descansa un rechazo más profundo: ¿Es acaso un deseo de venganza? ¿Y si fuera así ante qué o en respuesta a qué?
Arendt, en base a la experiencia vivida por los pueblos de la Europa durante la primera mitad del siglo XX, nos indica el camino que no debemos seguir. Dimensionar el marco en el que se inscribe la disputa que atraviesa a la argentina de arriba abajo, debe ser nuestro compromiso, si es que no queremos avanzar hacia el totalitarismo.