Son las seis de la mañana cuando el filósofo despierta sobresaltado por unos golpes (que suenan desesperados) en la puerta de su casa. Es impensable otra cosa que una tragedia para que alguien se atreva a perturbar a tan inopinada hora el descanso de un director de estudios en París.Envuelto en una bata, con los lentes inútilmente acomodados frente a los ojos, el filósofo abre la puerta. Su mirada, aún enturbiada por el sueño, se topa con el rostro desencajado del doctor. El imprevisto visitante viste de esmoquin y lleva una pajarita rosa que resultaría insólita en cualquier otro que no fuera él; detrás de su gruesa silueta el filósofo descubre el Mercedes Benz que –le dirá después el doctor– vino conduciendo a alta velocidad por las calles de la ciudad para llegar cuanto antes a la residencia de la Ecole.
–No tengo responsabilidad alguna en la muerte de Lucien Sebag –dice el doctor, saltándose el ceremonioso saludo que la costumbre impone entre dos distinguidos catedráticos franceses.
El filósofo nota que su colega habló en un tono más agudo que el que suele utilizar cuando despliega el barroco y en ocasiones polémico discurso que hizo famoso el seminario que dicta en la Ecole. Y algo que, tratándose del doctor, es más asombroso aún: las palabras parecen atropellarse para salir de su boca.
El filósofo sabe que Lucien Sebag es paciente del doctor (tout Paris sabe quiénes son los pacientes del doctor: a los pacientes les interesa que todo el mundo que importa lo sepa; al doctor también). Y ahora el doctor le dice que se ha suicidado. Una verdadera desgracia, insiste el doctor, con la que Él (el doctor, vale insistir, porque el doctor lo hace) no tiene nada que ver. Es cierto que ha dejado de mantener (o, quizás, sostener) a Sebag en análisis porque el pobre hombre se había enamorado de su hija (de la de Él, el doctor), pero no por eso lo había abandonado. Lo había estado viendo todos los días, con la promesa de responder a sus llamados a cualquier hora del día o de la noche. Incluso le había aclarado que acudiría rápidamente a su presencia si lo necesitaba, que para eso –le había explicado con claridad tenía un Mercedes súper rápido. Pero no, a pesar de todo, Sebag se había disparado un primer balazo en la cabeza a medianoche. Y había conseguido rematarse a eso de las tres. Una verdadera desgracia con la que Él (el doctor) no tenía nada que ver.
Era necesario –explica el doctor– que el doctor (es decir Él) le aclarara cuanto antes ese punto al filósofo (que tan dignamente ejercía el cargo de director de estudios de la Ecole) para cortar de raíz las “acusaciones de asesinato o de negligencia” que le harían (a Él, el doctor, ¿a quién otro?) sus enemigos. Porque seguramente pronto correrían rumores tendenciosos sobre el asunto, destinados sin duda a perjudicar los seminarios del doctor.
Todo ocurre en la calle, donde cualquiera –a pesar de la hora– podría ver al doctor, vestido de esmoquin, gesticulando frente al filósofo en bata. El doctor, piensa el filósofo, no se da cuenta de lo ridículo de la situación. Se siente casi aliviado cuando lo escucha despedirse repitiendo sus protestas de inocencia.
Parado en la entrada de la residencia, el filósofo observa cómo el doctor sube a su Mercedes y se aleja disparado por la calle. Recién entonces Louis Althusser (en bata) cae en la cuenta de que no ha dicho nada. Da lo mismo, piensa: el doctor no suele escuchar a nadie más que a sí mismo. Minutos después está de regreso en la cama, mirando el cuello de su mujer, Helene (el filósofo aún no sabe cuánto necesitará de un diagnóstico del doctor sobre la fragilidad del sujeto –es decir, de otra instancia de él, el filósofo– que mira ese cuello), y se vuelve a dormir.
Una hora más tarde, el doctor llega a su casa. Se lo ve más tranquilo: ha terminado de visitar a los que importan para explicarles lo que (a Él) importa.
De pie, frente al espejo del recibidor, se afloja la pajarita rosa.
–Je suis moi –dice en voz baja Jacques-Marie- Émile Lacan con los ojos clavados en los de la imagen del espejo. Hay alivio en el rostro (en) que (se) ve.