Por Paula Giacobone y Diana Morales
Especial para El Tranvía
Es sumamente amplio en términos teóricos todo aquello que representa la violencia de género, incluyendo la física y simbólica. Hoy nos encontramos atravesando un marco ideal de suma conciencia sobre la delicadeza del tema que nos permitirá aunar fuerzas mentales y desembocar en, al menos intentos de soluciones prácticas. Pero también vamos a distinguir aquí otra de las patas desde donde se despierta un tipo de violencia o tensión social que al estar más profundamente arraigada a los usos y costumbres culturales aparece como un supuesto no cuestionado que lo convierte en tabú, cuando debería emerger como parte de un problema general. Se trata de las reglas de la monogamia. Sin entrar en consideraciones plenamente antropológicas, ni biológicas, la monogamia como cualquier estructura se sostiene sobre una regla principal e inquebrantable que es la exclusividad o fidelidad. Es inquebrantable porque al burlar aquello que la define, dejamos de ser monógamos automáticamente. Este sentirse y hacer sentir a un otro se edifica de tal modo y con tanta solidez, que cualquier amenaza sobre aquel lugar de endiosamiento donde uno mismo habita, provoca celos, persecuciones, malestar, terror. Quizás no nos hemos preguntado con la suficiente honestidad sobre donde está asentado este principio. El principio de la exclusividad es un principio que se ve desarrollado en muchos casos de pareja a partir de la posesión o el control y el miedo. Vos sos mía y esta relación provoca automáticamente el siguiente contrato implícito: si yo te poseo y sos exclusiva, entonces exijo mi derecho a que vos hagas lo mismo conmigo. Cualquier coqueteo, insinuación o palabra es engaño.
Desde otra perspectiva, la desesperación por sentirse único e irrepetible exige en términos existenciales que el otro le de sentido a mi vida, ¿quien soy yo si no soy reconocido por otro y el mismo?. Esta búsqueda que apela a argumentos interiorizados tales como “aquella persona es la que mas me conoce”, “me siento segura” y miles de justificaciones que al fin y al cabo parecen ir en contra del propio paradigma de la monogamia que es el amor romántico, son desarticulables con tan solo romper una cuasi invisible pero pesada regla histórica. El principio de la unicidad es una apariencia, algo que “deberíamos” sentir para no pasarla mal, eso que nos “hace sentir seguras” pero que en el fondo sabemos que el fantasma de un “otro” se cuela por todos los rincones porque nadie es lo suficientemente imprescindible, irremplazable, exclusivo, para no tener presente que existen no algunos, sino millones de seres humanos en la tierra con características demasiado similares a las mías. Viéndolo ampliamente resulta ridículo creernos la unicidad que la religión nos dijo que tenemos para Dios y para todos los dioses, pero que sin embargo ha dado lugar a un sistema de lenguaje institucionalizado a través del matrimonio. Conceptos como traición, engaño, respeto, culpa, fidelidad funcionan como garantía de la continuidad. Deben ser emociones sentidas por quienes rompen la regla del mutuo sometimiento y reconfigura la moralidad de esclavos, valga la paradoja, esposados.
Desde otro lugar hay también una explicación materialista que es necesario agregar. El principio de exclusividad es sobre todas las cosas sexual, se permite en las estructuras monógamas menos rígidas una cierta libertad de acercamiento a otros con la pauta de mantener la exclusividad sexual. Pero en la historia no siempre fue así, en occidente las prácticas sexuales se convirtieron en monógamas con la aparición de la ganadería y la agricultura que dieron lugar a la propiedad privada, por lo tanto la monogamia funciona como el nexo que mantiene el patrimonio familiar.
Y como modo de garantizarle al hombre que los hijos que tiene dentro de una pareja son efectivamente suyos (algo incomprobable antes de los análisis de ADN) y algo similar propone la costumbre de llevar el apellido del padre, asegurando un “linaje”. Previo a los avances tecnológicos, el único linaje comprobable era el materno, de modo que la exclusividad sexual de la mujer era lo único que podría garantizar esa pertenencia de la cría a la línea familiar paterna.
Si bien la reflexión no podría agotarse en este punto, muchas de las reglas socio-culturales que estructuran a la monogamia, estructuran también a otras normas. Esto es: la mayoría de las religiones monoteístas, heteronormativas (que han articulado y determinado la concepción del mundo de las sociedades durante los últimos siglos) proponen que existe un solo Dios hombre activo que se complementa con alguna mujer sagrada, investida de esa sacralidad por su virginidad, su sumisión y entrega y su maternidad, su pasividad erótica. Pero el punto más importante es la idea de dualidad complementaria, que anuda muchos sentidos a su alrededor. Este concepto estructura la idea de “la media naranja” que nos complementa, encaja perfectamente con nosotros como algo cóncavo y algo convexo que han sido separados por circunstancias de la vida (metafísicas, accidentales o lo que fuera). Este concepto entonces, nos limita a pensar que en algún lugar existe ese otro complementario que haría nuestra vida feliz y plena para siempre, por los tiempos de los tiempos.
Pensado desde una lógica ajena a la religión (y toda su estructura que no necesariamente se interpreta como religiosa pero ha sido fundada en sus principios) es muy poco probable, hasta estadísticamente, que esa persona maravillosa que es la otra parte perfecta de un ser dividido en dos, se cruce conmigo en el mismo espacio-tiempo de la existencia.
Más aún, de aceptar este precepto, deberíamos concordar con la idea de que dos personas que parten de un punto como el nacimiento, y van atravesando circunstancias diversas y aleatorias en su vida, evolucionarán en un mismo sentido, tanto así que no será importante en qué momentos de sus vidas se encuentren ni qué cosas hayan experimentado: siempre serán el uno para el otro por el resto de la eternidad. Aquí, además de la idea de complementariedad y dualidad, se visibiliza la concepción lineal pero no sobre el tiempo, sino sobre la persona ¿podemos efectivamente ser los mismos durante muchos años? ¿Querer lo mismo, necesitar lo mismo, sentir y pensar lo mismo? Más aún: ese amor de nuestras vidas (que idealmente encontramos a la vuelta de casa y alrededor de los 25 años) ¿puede ir como persona exactamente en la misma dirección que nosotros durante mucho tiempo o, hasta “para siempre”? Además en el caso de que demos cuenta de que tenemos partes de nuestros seres no manifestadas y que generalmente se da al momento que conocemos otro ser con características que nos interesan (contexto de separación) ¿tenemos que escoger entre dos opciones como si fuera un juego de preguntas y respuestas? ¿Deshacernos de quien tenemos un lazo fuertemente sentimental para ir tras el mismo ideal pero con ese otra que promete ser el “correcta”?
En un sentido es muy difícil intentar concebir el amor por fuera de esa estructura, que, desmembrada como quedó en los párrafos anteriores parece ridícula, pero se la ejerce cotidianamente en la mayoría de las relaciones de pareja.
Existen varias cuestiones que llaman la atención respecto de ese contrato que implica la monogamia, una es la promesa de que podríamos querer a alguien para toda la vida, sin importar que pase “hasta que la muerte nos separe”. Otra está profundamente ligada con la idea de propiedad privada -que hace su aparición en un determinado momento de las sociedades y que se extiende no sólo a lo material, sino a las relaciones amorosas y hasta a los hijos-. Existieron civilizaciones antiguas en las que, no sólo no podía saberse quién era el padre de cada criatura porque la monogamia no era regla, sino que se consideraba que los niños nacidos en esa comunidad eran “hijos de todos” y por lo tanto eran provistos de alimento y cuidado por todos los adultos. Algo que parece tan inconcebible en la actualidad, sucedía en sociedades humanas.
Tan sencillo como dios, la familia y la propiedad privada.
Cualquiera que intente concebir el amor por fuera de esa estructura se encontrará con una muralla ¿realmente puedo sentir/querer/necesitar algo distinto de lo que me enseñaron? ¿Algo está mal conmigo? ¿Será que todavía no me enamoré de verdad y el día que eso suceda no querré a nadie ni a nada distinto de eso nunca más? Aquí surge ni más ni menos que el método de control social más antiguo: la culpa.
Aunque desde un punto de vista cientificista, puede explicarse que la creencia de la posibilidad de poseer a otro ser humano es falaz, eso parece indicar la lógica-mágica del amor. Y lo que no se resuelve mágicamente, porque esa posesión resulta pragmáticamente ineficaz, se resuelve a través del control. A partir de los conceptos de celos, traición, promiscuidad, nace el juicio que entrona al amor en el lugar más alto de la dinámica social actual: la mercancía. La monogamia como contrato en el que ambos obtienen y entregan algo, resignando alguna otra cosa en pos de la seguridad que brinda la idea de propiedad.
Este modo de relación amorosa hegemónica en estos territorios, necesita ser repensado una vez más. No en términos “naturalistas” si nos es natural o no, o que clases de animales somos, esta discusión parece revivirse con cada intento de postrarnos en conductas direccionadas, como lo hace hoy la genética y la neurociencia. Sino mas bien, preguntarnos en un sentido crítico emocional ¿deseamos vivir nuestra vida aceptando una supuesta unicidad que está basada en la propiedad privada, en una institución con fines de lucro como el matrimonio o en una creencia religiosa? ¿De qué manera le vamos a exigir a un otro que nos reconozca por la fuerza, que nos quiera porque le negamos la posibilidad de compartir su ser con alguien/es que no soy yo?