Por Antonio Nicolau
En 2009, ante la primera derrota electoral del kirchnerismo por el triunfo mediático de ‘Alica-Alicate’, la fuerza mayoritaria que había perdido se dispuso a analizar críticamente el esquema electoral y revisar sus propuestas. La autocrítica habilitó la renovación de las fuerzas, de las ideas y de las prácticas, lo que le permitió en 2011 alcanzar la continuidad en la presidencia con el 54% de la confianza popular. Número discutido en su composición si los hubo. Lo importante es que se llegó. Sin embargo, las dos elecciones posteriores constituyen una confirmación de que dicha revisión dejó de hacerse, al menos en forma clara y abierta. La suspensión pública (y en no pocas veces también privada) de la crítica a posibles errores, estaba amenazada por la ‘extradición’ del espacio político, iniciando un camino de costoso retroceso. El predominio de la endogamia y una construcción política desvinculada de lo territorial (al menos, con la intensidad y convicción con que se la hiciera en los comienzos del proceso iniciado en 2003) habilitó el crecimiento y maduración de una fuerza política neoconservadora – neoliberal cuyo desarrollo quedaba lejos de constituir una amenaza real, al menos para el riñón del ala más cercana a la casa rosada. Se subestimó al enemigo, una imprevisión que ninguno en el ámbito de la política, por más ingenuo que sea, dejaría de suponer.
La esperada autocrítica dejó de funcionar aceitadamente (si en algún momento la hubo) para colocar el foco en el ‘enemigo externo’ (sin lugar a dudas, presente y poderoso en los medios hegemónicos de des-información y en la enmarañada red de comunicadores sociales). Si bien es cierta la existencia del antagónico (a esta altura nadie lo pone en cuestión) los desaciertos políticos internos juntamente a las disputas por la primacía de la complacencia de la jefatura nacional, debieron ser superados para disuadir la amenaza, ahora sí real, del poder de fuego del enemigo. Una vez más, el internismo y el personalismo de todos los lados, primó a la construcción colectiva de poder. No es un detalle menor sino una cuestión de convencimiento.
La advertencia de esta dinámica fue hecha con bastante anticipación al escenario actual. Se podría decir que después de la derrota del 2013. Las organizaciones sociales, entre ellas el Movimiento Evita hoy acusado de traición (infeliz uso del término cuya carga simbólica es portadora de una pesada historia de muertes y desapariciones forzadas) y un buen número de intelectuales del núcleo y de la periferia del kirchnerismo, advirtieron que la base de sustentación político-social era insuficiente si se pretendía ir ‘con los propios’. Sin embargo, argumentaciones variopintas entre las que se incluye aquella sobre que las elecciones de medio término son siempre aleatorias y menos disciplinadas que en las conservadoras elecciones generales donde se suponía que la población votaría la continuidad del modelo, hicieron agua el 22 de noviembre de 2015. Era impensable para la mayoría de la militancia, encantada con las bondades del modelo que había empezado a mostrar sus dificultades económicas en el 2014, pudiera tener un verdadero traspié.
Anteriormente, la centralidad de la juventud de la rosada buscando acaparar cargos, listas de legisladores, intendencias y direcciones ministeriales, socavaron la posibilidad de generar un espacio amplio de participación política, provocando profundas heridas que se fueron acumulando a lo largo de los meses previos a la presentación de las listas y después, como efecto de las mismas. Hubo desplazamientos de fidelidades silenciosas en función de construcciones colectivas, muchas veces resignando posiciones para esperar devoluciones posteriores que nunca llegaron.
La victoria del establishment empresario aceleró la disputa por las responsabilidades de la derrota. Responsabilidades que nunca se asumieron, postergándose indefinidamente hasta el paroxismo último de los bolsos del convento. Una auténtica metáfora de cómo se puede tirar la política para el otro lado del muro. Aquí tampoco la autocrítica de la dirigencia fue resuelta. No funcionó con la celeridad y resolución necesaria. Un verdadero error conceptual con impacto en las prácticas políticas.
La corrupción es un mal endémico del capitalismo. Se podría decir que del hombre sin temor a exagerar. Las bibliotecas están y permanecerán divididas entre quienes afirman lo contrario y su negación. Sin embargo, es necesario afirmar que no es posible compatibilizar la corrupción con la causa popular. Pertenecen a historias diferentes. El nacionalismo popular no consciente ni puede admitir la corrupción estructural. La estupidez de José López no puede convivir con el trabajo incansable de la militancia territorial que se desvive en silencio en los barrios, en las villas, en las universidades, en los sindicatos. La ausencia de una voz clara en materia de corrupción y de no ir a fondo con ella salpica a quienes militan y trabajan honestamente por la construcción de la Justicia Social, la Soberanía Política y la Independencia Económica. Basta con levantar la mirada y dirigirla hacia Brasil para saber cuál es el costo de la imprevisión.
No escapa al análisis de esta opinión la configuración de una estrategia regional de poder de un nuevo bloque histórico dominante que busca recuperar el desplazamiento que se les efectuó de los gobiernos en pos de garantizar el dominio de las fuentes del capital que poseen los estados para procurarse una estabilidad que había empezado a esmerilarse en estos últimos quince años en América Latina, pero eso es análisis de otro escrito. Alcanza su sola mención para despegarse de la inmediatez, el particularismo y la ingenuidad analítica.
La dispersión del Frente para la Victoria de estos últimos días, a mi humilde entender, es el resultado de una larga acumulación de errores tácticos que se convirtieron en estratégicos, habida cuenta que mostraban por arriba y por abajo que la conducción desestimaba a organizaciones que siempre la acompañaron y sostuvieron el proceso. Mala paga. El Frente para la Victoria hoy no tiene conducción centralizada. Su disipación, en buena parte, responde a la demanda de verticalidad (podríamos analizarla como la ‘retirada del padre’ desde el psicoanálisis) y su ausencia.
Por otro lado, la ineludible unidad a la que se debe aspirar como un imperativo categórico, no puede hacerse sin la ampliación de la base de sustentación y la renovación interna de sus referentes. La dirigencia (incluida la sindical y las organizaciones sociales con pretensiones políticas) se ha acostumbrado con bastante descaro a no delegar poder y, aunque sea doloroso reconocerlo en las propias filas, a desplazar a quien evidencie algún interés, aun cuando pertenezca al mismo proyecto ideológico y represente fielmente los intereses del conjunto.
Inaugurar un nuevo estilo de hacer política constituye la base de esta etapa frustrante de retorno del neoliberalismo para retomar el rumbo de forma vivificada, fresca. Resulta imprescindible renunciar al vanguardismo iluminista para pasar a la impostergable determinación de construir poder popular que no es otra cosa que empoderar a los humildes, a las masas. El proyecto político que hasta ahora venía siendo – y creo que lo es – el mejor de los últimos sesenta años, no puede repetir el mismo mecanismo que lo llevó a la derrota, so pena de reproducir la historia, condenando a millones de compatriotas que pagan con su vida los desatinos de sus cúpulas. Una nueva forma política que reconstruya el lazo social, que resignifique la utopía en un proyecto político alternativo de dislocación del modelo político hegemónico, es ineludible. Un frente amplio, con un piso común de coincidencias básicas, que se reencuentre con su pueblo, lo escuche sin juzgarlo y sin temores infundados a perder nada, debe ser una bandera imponderable de la renovación política a la que la historia nos convoca.
La utopía genera prácticas y es por esa razón, y no solo por la teórica, por la que es indispensable.
La utopía de lo colectivo por encima de lo individual, de lo popular por sobre lo elitista, de lo común por sobre lo particular.
Reconstruir la radicalidad utópica constituye el nuevo desafío de la dirigencia y de la base, dando aire a los nuevos brotes de conducción que sean capaces de soldar experiencia con sueños, imaginación con posibilidad, de construir el ‘inédito viable’.