Por Walter Barboza
Thomas Hobbes había imaginado que la figura bíblica del Leviatán, venía a representar ese “estado nación” que los hombres necesitaban para evitar matarse unos a otros en el seno de una misma comunidad y para recordar que entre naciones “la paz solo es posible por la amenaza continua de la guerra”.
Sus escritos, situados en la Inglaterra del siglo XVII y en plena disputa religiosa y política, explican en cierto modo la preocupación que el hombre ha tenido en su historia por el problema de la violencia social y política.
Michel Foucault llevó a cabo en su trabajo de campo (libro), “Vigilar y castigar”, una caracterización de las sociedades disciplinares y de cómo estas encontraron el camino para hacer del régimen punitivo y el castigo una experiencia que permitiera hacer una transferencia de ese modelo de disciplinamiento al sistema educativo, el trabajo, el sistema sanitario y el resto del entramado social.
Tanto el Leviatán de Hobbes, como el panóptico de Benthman, bien descripto en sus funciones por Foucault, son algunos de los dispositivos ideados por el hombre para el ordenamiento jurídico y político de la sociedad. Con ellos, se supone, estarían constituidos los instrumentos que garantizarían el encauzamiento social y el enderezamiento de las conductas desviadas.
Sin embargo, algo de lo que el hombre se propuso para construir un modelo de funcionamiento colectivo, que permitiera el “incardinamiento” social en su conjunto, ha fracasado. Incluso sus formas más crueles y sofisticadas: las dictaduras militares.
El gran interrogante para la sociedad, que hoy no puede desconocer episodios que ocurren a diario, como por ejemplo el del hombre que un grupo de manifestantes del sindicato SUPA tiró desde un puente por intentar a travesar un piquete, la muerte del colectivero ocurrida en Villa Celina, el enfrentamiento a tiros entre militantes de UOCRA, entre otros hechos que son narrados a diario por los medios de alcance nacional, es qué hacer con todo ello.
¿Si es cierto que esos modelos fracasaron, alcanza con incrementar el castigo a través del Código Penal? ¿Es suficiente con aumentar los años de pena para cada delito? ¿O incluso avanzar hacia otros castigos más feroces? Cabe señalar que en aquellas naciones que implementaron la pena de muerte para los crímenes más atroces, como por ejemplo algunos estados de Norteamérica, nunca lograron solucionar los episodios de violencia social. A contra pelo de ello ocurren con frecuencias crímenes, incluso en masa, que esos estados no pueden evitar.
No es cierto, entonces, que incrementando los aparatos de control y el régimen punitivo la sociedad puede avanzar hacia formas más ordenadas de funcionamiento, como lo reclaman aquellos sectores que cuestionan el anteproyecto de Código Penal en el que intervinieron especialistas provenientes de distintos sectores políticos. Por el contrario, en su derrotero el disciplinamiento social estuvo fuertemente vinculado a la necesidad de reprimir los conflictos sociales emanados del capitalismo voraz. Su lógica interna generaba las condiciones para el malestar social -era la consecuencia directa de la distribución inequitativa del ingreso-, pero al mismo tiempo creaba los instrumentos necesarios para mitigarlo: un poder omnipotente y omnipresente como amenaza de castigo permanente, un sometimiento sutil para la acumulación del capital.
El anteproyecto de Código Penal, es un intento por modernizar una legislación que no contemplaba delitos surgidos al calor de las transformaciones que han operado en la sociedad por lo menos en los últimos veinte años, muchas de las cuales son el resultado de las políticas económicas que condenaron a millones de argentinos a la marginalidad. No atiende, precisamente, el reclamo de aquellos sectores sociales que desearían ver en el cumplimiento de la pena, una vuelta al suplicio y a los castigos corporales, aplicables a quienes consideran a los delincuentes casi otra especie humana. Quizás sea la añoranza de los tormentos públicos a los que eran sometidos quienes infringían la ley. Como en París, cuando el 19 de julio de 1836 (Gazette dus Tribunaux), cerca de cien mil personas despiden a los reclusos engrillados con insultos, golpes e injurias, a los que califican, además, de “raza distinta que tiene el privilegio de poblar los presidios y las cárceles”.