Por Daniel Cecchini
La (in)seguridad es un asunto serio, y también riesgoso, porque suele costar vidas. Por eso debería tratárselo con cuidado, como una cuestión de Estado, evitando en lo posible sujetarlo a necesidades de otro tipo: como por ejemplo las de una fugaz coyuntura electoral.
El fragor de las campañas suele producir discursos políticos que casi siempre se desbarrancan hacia lo paranoico. En la Argentina, la oposición mediática y sus voceros partidarios los producen todos los días. Cualquier visitante desprevenido que se guiara solamente por las tapas de los diarios de mayor circulación y las propaladoras radiales y televisivas del Grupo Clarín y sus aliados podría creer que la llegada del apocalipsis es sólo cuestión de horas y entonces trataría de rajar, espantado, de regreso a Ezeiza para subirse al primer avión y salvar su vida. Pero sucede que de esos discursos –en realidad, de sus consecuencias cuando los hace propios el Estado– aquí, en la Argentina, más de cuarenta millones de habitantes no pueden rajarse.
El sujeto del discurso es fundamental. Aquí y en cualquier otro lugar del mundo la oposición es eso: oposición. Y, por lo tanto, no gobierna. En la Argentina, la oposición ha hecho de la inseguridad una de sus banderas, quizás la que enarbola con mayor entusiasmo para ganar votos fogoneados por el miedo, sobre todo en los amplios sectores de una mediocre clase media que, dada la composición del electorado, terminan definiendo una elección.
Aunque la fórmula ya se ha transformado casi en un lugar común no deja de ser cierta: un fascista no es otra cosa que un pequeño burgués asustado. Y los pequeños burgueses –cuando se asustan, que es casi siempre, porque se asustan de cualquier cosa– compran compulsivamente la famosa “mano dura” como solución del problema.
Porque el problema de “la” inseguridad –más allá de su utilización político electoral– existe y afecta la vida cotidiana de los argentinos. Que la Argentina sea uno de los países más seguros de América latina es relevante a nivel general, pero de poco sirve saberlo cuando se trata del contagio del susto provocado. Y desde ese susto individual pero mediáticamente contagioso se termina clamando por la mano dura. Es decir: bala para los delincuentes, baja de la edad de imputabilidad, detenciones preventivas o arbitrarias por simple portación de cara, represión a los piquetes… y no me vengan con garantismos y más que nada saquenmé de encima (de una vez por todas y para siempre) a estos negros de mierda para que no (me) jodan más.
Desde esa sensación enajenada –que provocan y, a la vez, los retroalimenta– es que los medios hegemónicos y gran parte de la dirigencia política opositora generan una agenda. Su propia agenda electoral, la que apenas pueden. Pero, claro, ninguno de ellos gobierna.
El problema, mucho más grave, es cuando por necesidades electorales esa misma agenda termina siendo tomada por quienes sí gobiernan. Porque entonces el discurso paranoico se encarna, produce hechos concretos y tiene consecuencias sobre la vida de todos los habitantes. Ya no es cualquier discurso: es un discurso de Estado. Y el discurso del Estado, inevitablemente, se hace impronta en la vida de los otros.
El traslado desde la frontera norte del país de 4.000 gendarmes al Conurbano bonaerense dispuesto por el Gobierno Nacional es una medida que puede tener efectos positivos. La Gendarmería es una fuerza de seguridad altamente profesionalizada y (tal vez, casi) ajena a la red de corrupción y connivencia con el delito que caracteriza –a pesar de los intentos por desactivarla– desde hace décadas a la Policía Bonaerense. Lo que preocupa –por lo menos a este cronista– es que en el norte los gendarmes fueron reemplazados por tropas del Ejército. El problema (otro más) es que, de acuerdo con la Ley de Defensa, las Fuerzas Armadas no pueden intervenir en operativos de frontera ni tampoco hacer inteligencia interna. ¿Para qué van entonces? Según el ministro Agustín Rossi, el Ejército no podrá realizar detenciones ni derribar avionetas sospechadas de narcotráfico. Simplemente colaborará con la Gendarmería. “Cuando detecten una fuerza irregular (¿?) se comunican inmediatamente con las fuerzas de seguridad. Tenemos una Ley de Defensa Interior que tiene especificaciones muy claras”, dijo.
Es cierto que la norma es clara; pero también la experiencia ha demostrado que, en la práctica, las cosas suelen ser mucho más oscuras. Por ejemplo: ¿qué es “una fuerza irregular”? La historia –cuyos efectos no son cosa del pasado sino del presente– debería ayudar a definir lo que el ministro no define. Aquí un punto, que como siempre se pone a la derecha de la oración.
Mientras tanto, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, envió a la Legislatura provincial un proyecto de ley para partir en dos el Ministerio de Seguridad y Justicia provincial. El de Justicia estará a cargo del hasta ahora ministro de todo, el (nunca ex) penitenciario Ricardo Casal, en tanto que el de Seguridad será conducido por el casi eterno intendente de Ezeiza, Alejandro Granados.
La elección de Granados para el puesto es, por una parte, una fuerte concesión a los intendentes, cuyo desempeño en la obtención de votos en cada uno de sus distritos será determinante en las elecciones de octubre. Por otro lado, es una fuerte señal a la sociedad, sobre todo a los asustados a quienes se mencionaba unas líneas más arriba. El repaso del archivo periodístico hace innecesario cualquier comentario: en 1999, Granados repelió a los tiros un intento de asalto a su vivienda, un lujoso casco de estancia en la localidad de Tristán Suárez. Los delincuentes huyeron. “Ojalá les hubiera pegado. Lamentablemente tuve mala puntería”, dijo en aquella ocasión. Y agregó: “Estamos en guerra con ellos (los delincuentes) y la guerra hay que librarla: es a matar o morir”. Toda una señal para el sector de la población que reclama “mano dura”… y también una pontentísima señal, un modelo, un verdadero ejemplo para una Policía Bonaerense que, como se sabe, suele usar armas de gatillo deliberadamente celoso.
A poco de conocida la designación de Granados, el secretario de Seguridad de la Nación, Sergio Berni, apoyó la decisión de Scioli. “Estamos para trabajar con cada ministro que nombre el gobernador. No es mi responsabilidad emitir opinión, pero Granados ha mostrado compromiso, responsabilidad y coraje en su gestión como intendente y eso es necesario para llevar a cabo una cartera tan complicada”, dijo. (Cómo es eso: Berni dice que no es su responsabilidad emitir opinión, pero la emite… Entonces: ¿irresponsablemente? ¿O qué? Todavía hay mucho que trabajar sobre la eficaz oquedad de los discursos de derecha).
Y de paso Berni se pronunció una vez más por la baja de la edad de imputabilidad de los menores: “En casi todos los delitos hay involucrados menores, que son reincidentes por la facilidad con que son entregados a sus padres”, agregó también desde su atávica diestra. Casal y Granados, de acuerdo. Dale que va.
La seguridad –si se la mira bien– es la cosa más insegura del mundo.