Uribe y el «traidor»- El pacto de los clanes

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Por cualquier ruta Uribe llegaría a su inevitable realidad: un hombre numerosamente cuestionado y obligado a permanecer sobre el potro salvaje del poder, porque de otra manera perdería el margen de opinión en el que se apertrecha contra la justicia

Marlene Singapur*uribe-3

La versión de ‘Pachito’ Santos es que en medio de las últimas elecciones presidenciales le advirtió a Álvaro Uribe Vélez: “presidente, al día siguiente de ser elegido, Juan Manuel va a hacer todo lo contrario de lo que le ha prometido”. Con lo cual se probaría, asume ‘Pachito’, el ya lugar común y actual grito de batalla del ‘uribismo’: Juan Manuel Santos es un traidor que ha sido capaz de elegirse con las banderas de Álvaro Uribe, para una vez posesionado tirarlas por la borda.

 Al margen del evidente usufructo electoral que la personalidad incolora e insabora de Santos hizo de la estela testicular de Uribe, y de las no menos evidentes gestiones de paz realizadas en su momento por parte del propio gobierno Uribe frente a las FARC, por lo cual, entre otras muchas razones, ninguno de los dos podría tirar la primera piedra, sin contar con la mutua deuda que tienen con los ‘falsos positivos’; sin embargo, cabría preguntarse si en verdad a Uribe le hubiese favorecido que Santos cumpliera al pie de la letra y como cualquier ‘uribito’, las órdenes que él personalmente le dictaría desde la sombra. Yo creo que no.
En la posición de segundón del poder Uribe no sólo desesperaría, sino que el modelo bicéfalo colapsaría, en principio por políticamente inviable, y en segundo lugar porque las demandas de Uribe conducen necesariamente a torcerle el cuello a la institucionalidad, como prerrequisito para poder defenderse de los múltiples y muy serios cuestionamiento penales venidos de la justicia nacional e internacional.
Por tanto, el enemigo de Uribe no es Santos, sino el Estado de Derecho.
Una batalla contra la legalidad que sólo puede llevarse a cabo personalmente, y al comando de un grupo de subalternos regido por un pacto de sangre parecido al de las familias sicilianas. Estructuras patriarcales con leyes internas no muy distintas a los clanes de los Ochoa, los Escobar, los Gavírias, o el propio Centro Democrático, donde las órdenes del Padrino no se pueden discutir, requiriéndose una permanente disposición al sacrificio propio, a favor de la salvación del cabecilla (les llaman ‘fusibles’), como bien lo han experimentado Jorge Noguera, Bernardo Moreno, Sabas Pretel, María del Pilar Hurtado, Andrés Felipe Arias, y tantos otros actualmente deudores o prófugos de la justicia.
Cualquier otra actitud sería entendida por la organización como una prueba de traición, acusación que precisamente hacen hoy a Santos. Nada raro.
La rabiosa objeción de Uribe al gobierno de Santos no se origina tanto en la supuesta impunidad que arrojarían las negociaciones con las FARC, un aspecto que en todo caso pertenece al debate político y técnico propio del proceso de negociación en desarrollo, a resolver en el marco de la justicia transicional.
No. La objeción de Uribe reside, en realidad, en las pocas garantías que el gobierno Santos le ha ofrecido para disponer del Estado y la ley a su antojo. Y Santos tendrá muchos defectos, pero no sicilianos.
VOCACIÓN POR LA HUMAREDA
Y yo diría más: frente a la demanda personal de Uribe de una ley y una institucionalidad a su medida, cualquier presidente electo bajo su protección, incluso el mismo ‘uribito’, tarde o temprano llegaría a los límites que para el ejercicio del poder implica la incómoda bicefalia. Hasta que finalmente les separaría la obligación personal de cada uno de rendir sus propias cuentas a la historia.
Por cualquier ruta Uribe llegaría a su inevitable realidad: un hombre numerosamente cuestionado y obligado a permanecer sobre el potro salvaje del poder, porque de otra manera perdería el margen de opinión en el que se apertrecha contra la justicia (léase ‘teflón’).
Es el famoso ‘estado de opinión’ uribista, que en el enfrentamiento con Juan Manuel Santos explora una variante temática muy antigua del teatro político: la traición, no menos eficaz que la ‘teoría del enemigo’ de Carl Schmitt, con la que Uribe gobernó el país durante ocho años.
Por eso, al escuchar el vaticinio de ‘Pachito’ a Uribe se le debieron dilatar las pupilas de la dicha, porque sólo así podría activar con suficiente impulso y combustible su imparable y natural vocación para-estatal, para-institucional, para-judicial.
Uribe ha hecho su apuesta histórica, bajo la peligrosa convicción de que la legalidad no bastaba para derrotar a los delincuentes. Una fórmula promotora de trasgresión que finalmente terminará devorándolo, por la débil ecuanimidad con la que se diferencian en ese contexto los criminales de los ‘patriotas’.
Y para evitar entrar en los análisis rigurosos y ciertos que disiparían esas sombras (lo que para nada le favorecería), Uribe Vélez ha preferido aplicar la única fórmula que en su condición de siciliano conoce desde los márgenes de la ley: promover la irracionalidad y la personalización, la movilización de la masa social a la venganza, aunque no sepan exactamente para qué, ni qué beneficios les traería el linchamiento, más allá del erotismo de unas cuantas bolsas negras con cadáveres.
En esos términos, el verdadero traidor, de Santos y del país, sería el propio Uribe, dispuesto a salvar su pellejo con la inmensa cortina de humo de la supuesta ‘impunidad’ del proceso de paz, porque sabe que entre los ardores de la guerra interminable, siempre será más fácil el sigilo.
Oremos para que Álvaro Uribe pueda llevar a buen puerto el gran peso de su karma, ojalá cargándolo él solito.
Marlene Singapur
msingapur@yahoo.es
* Se puede parafrasear o copiar libremente el contenido de la presente columna, siempre y cuando se cite la fuente y no se comprometa a la autora en ninguna organización o militancia ideológica. Gracias.

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