Alvaro Ramis
Punto Final
Las preguntas más simples suelen ser las más difíciles. “¿Por qué no hemos tenido una revolución en Chile?”, se preguntaba en Twitter un estudiante secundario, tratando de expresar su preocupación por el posible desenlace del ciclo de movilizaciones que ha vivido el país a partir de 2011. Lo que teme el muchacho es que el periodo de alta convulsión social se resuelva dentro de las lógicas electorales imperantes, dentro de la institucionalidad vigente, dentro de los cauces binominales. Y por lo tanto, el profundo cambio de mentalidad operado en la ciudadanía no llegue a tener un correlato en la institucionalidad del Estado, que permanecerá en lo sustancial inalterada.
Lo que observa este chico es importante. Los chilenos, qué duda cabe, han vivido en los últimos años una metanoia, un cambio de convicciones, no sólo de opiniones o de pareceres. Este cambio ha operado en la medida en que la crisis del modelo político y económico ha reafirmado las intuiciones no expresadas de la ciudadanía, que ahora han pasado a ser certezas que se manifiestan de forma abierta y espontánea. Basta repasar las cifras de la última encuesta ICSO de la UDP para advertir la profundidad de esta transformación(1). El estudio advierte un “clamor por más Estado”, que se manifiesta en una demanda masiva por empresas estatales en áreas estratégicas como el agua, luz y gas, la banca, las pensiones y el transporte público. A la vez, se cuantifica una crisis de confianza y legitimidad de las instituciones y una abierta desafección por las coaliciones políticas existentes. Sin embargo, la misma encuesta, cuando entra en la arena electoral, nos muestra que este cambio de mentalidad no logra un cauce político de expresión. La aplastante mayoría de la candidata de la Concertación sólo es opacada por un incremento de la apatía electoral, que al parecer seguirá ascendiendo bajo la forma de abstencionismo.
Este es el problema al que nuestro joven amigo nos desafía a responder. Siendo un dilema complejo quisiera apuntar a un aspecto al que pocas veces se hace referencia. Existe una diferencia fundamental entre la conciencia anticapitalista, que parece ser la que ha emergido en el “nuevo Chile” movilizado, y la conciencia socialista, que no parece terminar de germinar. La conciencia anticapitalista es espontánea e intuitiva, no requiere para su desarrollo más que confrontarse con el absurdo de la realidad. Nuestros campesinos ya hablaban del “chancho mal pelao”, porque la injusticia brotaba ante ellos a flor de piel. Los estudiantes de la Universidad del Mar aprendieron lo que significa el lucro en la educción cuando los enviaron a la calle luego de endeudarse hasta el cuello. No necesitaron clases de economía o de política. Lo mismo le pasa a los trabajadores, a los habitantes de las regiones, a las mujeres, a los indígenas. El anticapitalismo es hijo de la sociedad del desprecio, de la experiencia directa, de la aberrante iniquidad de cada día.
En contraste, la conciencia socialista no es espontánea. Presupone la conciencia anticapitalista pero a la vez la supera, ya que no es sólo una negación de la explotación, sino, además, una afirmación positiva, una apuesta concreta por una alternativa que posee pretensiones universales de justicia, que es políticamente viable y que es sostenible en el tiempo. En cambio, la conciencia anticapitalista puede fugarse hacia múltiples focos dispares. En cierta forma lo vemos en la tendencia a la fragmentación “multicolor” de las luchas sociales, que cada vez tienen mayores dificultades para interrelacionarse. También hay muchas formas no socialistas de canalizar la conciencia anticapitalista, como son los fundamentalismos religiosos, los nacionalismos de ultraderecha, incluso ante la falta de esperanza se puede terminar adhiriendo a las mismas ideas neoliberales que se consideran injustas: si no lo puedes cambiar, es lógico colocarse en el bando de los vencedores. Pero sin duda la peor ruta conduce al fatalismo, que se repliega en el resentimiento privado y prepolítico, y que emerge en la forma de violencia ciega y pasional contra un chivo expiatorio. Lo vemos en la violencia contra las mujeres y los niños, el racismo contra los inmigrantes e indígenas o en el chauvinismo ante las naciones vecinas.
La tradición de la Izquierda siempre afirmó que a la conciencia socialista se llega “por el oído”. En la lógica leninista el partido de vanguardia estaba llamado a conducir a la clase obrera que por sí misma no podía llegar más allá de la conciencia sindical. Se le debían revelar las causas de las injusticias como también el camino de salida. En tiempos posmodernos esta es una idea que ha caído en total desprestigio. Nadie parece dispuesto a aceptar que otros digan lo que pasa y lo que se debe hacer. Toda intervención externa se ve ahora como heterónoma, como un gesto autoritario de una “elite” iluminada y aprovechadora. Lo que se lleva ahora es la autonomía, propia de sujetos libres que son capaces de hacer (se supone) sus propias lecturas de la realidad y definir sus propios cursos de actuación. Este aspecto, siendo en general positivo, también tiene evidentes límites políticos.
Hay que reconocer que existen categorías y conceptos como “alienación”, “enajenación”, teoría del “valor-trabajo”, “acumulación primitiva”, y muchos otros, que conservan potencialidad interpretativa y a los que no se puede acceder más que por la vía del estudio y del aprendizaje. Pero el socialismo no es una doctrina, un dogma o una ideología. Es más bien un método, una forma de pensamiento crítico, capaz de confrontarse con un criterio permanente que Marx sintetizaba en la dialéctica entre la emancipación de los oprimidos como tránsito a la emancipación de la Humanidad y la emancipación de la Humanidad como objetivo final de cualquier emancipación particular. Por ello pueden haber socialismos con apellido: “del siglo XXI”, “feminista”, “latinoamericano”, etc. Pero todas estas expresiones singulares deben responder a la misma fórmula crítica marxiana. Es lo que Georg Lukács llamaba “perspectiva de totalidad”.
Ya que el viejo leninismo autoritario y mecanicista está muerto y sepultado, podríamos retomar algunas ideas del Lenin auténtico y olvidado. Particularmente su concepto de vanguardia, que en realidad deslinda totalmente de la idea de “elite” y se asemeja a aquellos que se atreven a dar el primer paso, aunque se les vaya la vida en el intento. Una minoría con clara voluntad de mayoría, capaz de aprender de la realidad y de sus propios errores, que no tema proponer sus “tesis de abril”, sabiendo que en mayo ya estarán obsoletas y habrá que cambiarlas. Porque una revolución exige momentos asamblearios, de tormenta de ideas, que den espacio a la deliberación y a la imaginación. Pero también exige momentos para delimitar, acatar decisiones, asumir la iniciativa política y poner en obra lo acordado. Sólo de esta forma es posible pasar de la espontaneidad anticapitalista al proyecto histórico socialista.