Walter Barboza
Cuando los dedos golpean en el teclado y el botón izquierdo del mouse hace un clic, tal vez ya es tarde para dar marcha atrás porque lo que es enviado al espacio virtual quizás tenga repercusiones en los lugares menos esperados, en los sitios menos imaginados, en aquellos recovecos donde prima el odio y la sin razón, la pura sed de venganza, la simple intención de cobrar supuestas cuentas.
Esa es la sensación primigenia que ha quedado en vastos sectores de la población, en la semana qué pasó, después de leer, escuchar o ver el tratamiento que gran parte de la prensa hizo sobre el trágico accidente de tránsito en el que se vio involucrado el hijo del periodista Eduardo Aliverti.
Como en tantas ocasiones, fue más importante el vínculo paterno que el hecho en sí. Cientos de minutos y centímetros de diarios y páginas digitales bajo el título de: “El hijo de Aliverti…”, anularon por completo el sentido de la información. Como en aquello titulares, salvando las distancias, en los que el “caos de tránsito” es más importante que la legitimidad del reclamo de una organización social, la prensa “independiente” se constituyó en dueña de la moral y la ética prejuzgando y anticipándose al resultado de cualquier investigación judicial.
Se dijo mucho sobre las características del accidente, pero se dijo poco cuando la trabajadora del peaje que había atendido a Pablo García Aliverti desmintió gran parte de los rumores que el periodismo echó a correr a partir de la imaginación de aventurados cronistas, cazadores de noticias sensacionalistas y prensa amarilla en general. Es decir: cuando la exageración de los primeros minutos se redujo a su más mínima expresión, el dato no tuvo la misma relevancia.
Pero eso que parece y funciona como un imperativo categórico, y que obró como mecanismo para el cobro de supuestas deudas que el periodista tendría con los medios de alcance nacional, quizás por las posiciones ideológicas de Eduardo Aliverti, se extiende como reguero de pólvora en sitios de dudoso origen. Como si fueran flores silvestres se amontonan y relatan parte de la vida cotidiana con fuentes informativas que nunca citan.
Así cualquier vecino común y corriente puede caer en las garras de estos cronistas que, amparados incluso bajo la utilización de seudónimos, instigan a generar cierto clima de opinión a través de los foros virtuales. En ellos vale todo: la falsa denuncia, la calumnia, la injuria, el relato vil en el que mezclan el amor, las inclinaciones sexuales, los gastos excesivos, el despecho, los elementos propios de la novela bizarra.
Bastó para que Aliverti invitara una vez más, y como tantas otras veces lo ha hecho, a discutir sobre el rol de la prensa y la “ética periodística”, para que una andanada de respuestas, más cercanas a la diatriba que al ánimo componedor, se replicara en cuanto foro anduviera por allí. En el caso de los medios de información nacional, la respuesta a este planteo fue el pedido de los familiares de Reinaldo Rodas para que Aliverti debata sobre “los conductores que manejan en estado alcoholizado”. Es decir una chicana que excede el dolor de los familiares y el del propio Aliverti, quien seguramente, en estos momentos de profunda tristeza comparte la desesperación generada por la tragedia.
El dolor y el duelo no calman con más dolor y mayor duelo. Así las cosas, la sociedad argentina parece siempre a un paso de la pena de muerte. Se reclama el peor de los castigos al responsable de infringir la ley. La condena a muerte es el paso que va más allá de la exclusión, porque si en los ’90 el excluido era el sujeto social al cual el sistema le decía en su cara que no lo necesitaba para nada, el remanente de ese período funesto de la historia es el que hoy debería ser condenado a muerte.