Daniela Godoy
Recientemente se tematizó por las circunstancias dolorosas y publicitadas, lo inaudible de las voces de lxs no contadxs como ciudadanas plenas. Las voces de las compañeras de infortunio de Marita Verón; las voces de las víctimas cuyos testimonios fueron descreídos por el tribunal que intervino en el juzgamiento del cura Grassi por abuso; las voces de los familiares de Luciano Arruga, diciendo el porqué de la desaparición de quien era considerado por la policía – y sólo por la policía? – como alguien extorsionable, utilizable, pasible de convertirse en chorro para chorros de uniforme. ¡Y cuánto que no tenemos en la memoria, instalado en el imaginario colectivo! Muchísimo, sin dudas…
Si hay algo como justicia y corrimiento de los límites de lo excluido por una universalidad, es gracias a un litigio, es gracias al conflicto, a la disputa acerca de los universales mismos. Esa justicia no es nunca completa, es. Pequeños actos de justicia o de apertura de otros espacios o prácticas que en el futuro, seguramente, serán impugnados. Si fuese posible una saturación, una presunción de inclusión de todas las partes en armonía, como si todas las demandas estuviesen contenidas, o satisfechas, se trataría de una sociedad que suprimiría la distorsión del uno-de-más, de lo que excede siempre la idea de la comunidad realizada y entonces esa sociedad se absolutizaría. Algo de esto me resonó cuando Pepe Mugica en una entrevista televisiva, reivindicaba esa actitud de “izquierda” que siempre busca repartir, que no se conforma con lo dado ni con los privilegios naturalizados que desmienten la armonía y el consenso. Esa distorsión que señala Jacques Rancière – para quien la noción del consenso es sinónimo de exclusión-, brinda la posibilidad de subjetivación política; cuando en nombre del universal se ponen en escena los vínculos litigiosos entre dos mundos a los que se pertenece, para apropiarse de la igualdad de los otros.
El universal es aquel concepto que nombra el rasgo común a distintos entes particulares. En nombre de una razón universal, de una identidad, se reúne dentro del recipiente, por decirlo de manera gráfica, a todo lo que cuenta con los atributos compartidos. Se reúne al tiempo que se excluye. Así es como cada unx de nosotrxs, particulares, constituimos el contenido de “ciudadanía”, por ejemplo. Particulares ciudadanxs dotados de ciertos rasgos y derechos. Particulares humanxs, portadores de los derechos inalienables a la vida, a la libertad, a la propiedad, que las doctrinas que fundamentan nuestras constituciones modernas y nuestros sistemas liberales de legislación consagran.
Ahora bien, sabemos que la universalidad de la ciudadanía, que denota eso idéntico que tienen los individuos contenidos, pierde esa identidad entre nombre y entidades por su negativa a abarcar a todxs: quienes están desposeídxs o permanecen irrepresentadxs por la voluntad general – las mujeres revolucionarias por citar un ejemplo- no alcanzan el nivel de lo reconociblemente humano dentro de los términos universales y más aún, pasan a ser objeto de aniquilación. Fue el destino de “lo otro” de la Europa. Una persona indocumentada, un inmigrante, alguien que no concuerda en los rasgos perceptibles y que la califican dentro de las categorías de hombre o de mujer, son otros casos.
Con todo esto lo que pretendo traer a colación es que todo universal abarcador de todo, excluye la particularidad sobre la cual se basa y que cada integración de lo particular a lo universal deja una huella que convierte a lo universal en fantasmal para sí mismo (Butler). La universalidad es revisada constantemente en el tiempo, y sus sucesivas revisiones y disoluciones son esenciales a lo que ella “es”. Cada inclusión de particulares o minorías no percibidas ni reconocidas por la ciudadanía en determinado momento resignifica al universal “ciudadano/a”. Esto implica que si la noción de “humanidad” o “ciudadanía” es pensada de manera transcultural, por ejemplo, la noción estará sospechada siempre por la particularidad de las normas culturales que intenta trascender. Será, por decirlo de alguna manera, siempre eurocéntrica, o, como lo ha mostrado la teorización feminista, falocéntrica. Nuestra historia colonial y contemporánea es ilustrativa al respecto ( y valga la redundancia con la “ilustración”), cuando en términos de la “razón” ilustrada se pretendió transplantar la Europa a la América no percibida como humana puesto que era salvaje y bárbara, y se emprendieron genocidios de los que todavía no sabemos lo suficiente. O cuando se despojó de los derechos a las mujeres que lucharon por esa igualdad revolucionaria, entre las masas pobres y las etnias originarias a la hora de sentar las bases de las repúblicas independientes, las de los iguales, confinándolas a la tutela del marido a ellas, a la semiesclavitud o a la trinchera a otros. Todo esto señala casos del problema de la universalidad del que se está discutiendo tanto y con razón, por cierto.
Por eso Carol Pateman acuñó la expresión del contrato sexual a la par del clásico contrato social de la filosofía política, como condición paralela sino anterior al diseño de nuestras sociedades actuales. Sin mirar críticamente las relaciones de parentesco –afirma Butler en “El grito de Antígona”- que llevan a definir la existencia del ciudadano masculino, y sostienen la división de esferas privado/público, la ciudadanía moderna siempre será patriarcal, dado que los significados duales mujer (privado, cuidado) y hombre (público, trabajo, producción) articulan otros significados que entretejidos conforman el espacio simbólico y cultural donde se sustenta al inferioridad de unas en relación a los otros.
Cada paso en las reivindicaciones que hacemos, excluídxs u oprimidxs, apelan ineludiblemente a la universalidad, y no puede ser de otra manera, puesto que la arquitectura legal de nuestras sociedades así lo requiere. Si no fuese universal la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de los Derechos del Niño, no se hubiera podido contar con las herramientas necesarias para la lucha por erradicar la desaparición de personas, la tortura, así como en nombre de los derechos humanos es que también hablamos del derecho a la comunicación y a la información, a la vivienda digna o a la no discriminación por raza o creencias religiosas.
El siglo XX fue sumamente crítico del punto de vista occidental y europeo que ocultaba la particularidad que se arrogaba el carácter de medida de todo, que ocultaba su particularidad para oprimir a lo no europeo hablando en términos de razón universal o civilización. Los aportes de la crítica poscolonial y de la teoría feminista -en su fascinante diversidad- impugnaron la universalidad – el “sujeto” sobre todo- no para desecharla sino para marcar, precisamente, la complejidad de su utilización si se olvida que siempre es excluyente, y que está impregnada de valores determinados que si se presumen únicos, totales, abarcadores, mejores que otros, no hacen otra cosa que imponerse de manera violenta.
Lo que debe tenerse en cuenta es que todo reclamo de universalidad siempre tiene lugar en una sintaxis dada con cierto conjunto de convenciones culturales en un terreno reconocible. El reclamo no puede ser efectuado si no es reconocido como reclamo. Judith Butler afirma en “Contingencia, Hegemonía y Universalidad”, que esto concierne al problema de la traducción cultural. De lo contrario, bajo la categoría de “sujeto”, – el sujeto de derechos- se pierde y se borra el que queda subordinado o inarticulable por ese mismo universal. Las prácticas diferentes a la conceptualización que es hegemónica se soslayan con la violencia que las explica o las reduce. Como dice Judith Butler en Deshacer el Género, el “todavía no” es una característica propia de lo universal mismo: aquello que permanece “irrealizado” por lo universal es lo que lo constituye esencialmente.
Y aunque hace tiempo que en lo que se conoce como ciencias humanas se evita apelar a una naturaleza humana y a rasgos universalizables, – como la racionalidad- para pensar el orden político y desplegar visiones normativas del orden del deber ser, del consenso, de la representación, persisten estas brechas que se ocultan en nuestros modos de vida en común. Cuando se las ignoran o se las pretende neutralizar, o cerrarlas definitivamente, la universalidad juega como criterio para juzgar reivindicaciones de cualquier programa social y político ya que lo que se pretende debe poder ampliarse a todxs como para ser aceptable. Y este proceder evidencia que si bien no se blanquean los supuestos sobre lo que los seres humanos o los ciudadanos son, está implícita una racionalidad discursiva, una cierta capacidad racional repartida en todxs. ¿Cómo funcionaría si así no lo fuera? Es el modelo de la racionalidad comunicativa elaborado por el filósofo Jürgen Habermas, por ejemplo: todxs tenemos la capacidad de argumentar y por ende, de convencer al otrx esgrimiendo el mejor argumento. Pero, ¿podemos todxs dialogar? ¿qué sucede con las posiciones diferentes que se ocupan en el escenario de la discusión política? Además, los diseñadores de la opinión pública, el poder concentrado de los medios de comunicación, el acceso discriminado a la representatividad en los parlamentos a través del tradicional sistema de partidos, son factores soslayados en este esquema ideal al que nunca se aviene ejemplo concreto. Estos modelos tienen efectos tremendos, por cierto: si no te reconocen como interlocutorx, si no se comparten códigos – y con ellos, valores- te bombardean para imponer la democracia y cuanto esquema normativo se elabore desde un lugar cómodo del mundo.
Sin embargo, desafiar las formulaciones universales existentes es lo que permite que aquello excluido reelabore estándares históricos de ese universal. Así como el universal “sujeto” asimiló y redujo las particularidades que excluía, si quienes en tanto excluídos invocan el universal de una normativa para ser considerados y habilitar derechos, reformulan el sentido de ese sujeto de la ley, abren la universalidad a nuevas formulaciones. Y quienes no tenían derecho a ocupar el lugar de sujeto, muestran así la violencia del universal para transformarlo, ampliarlo, mantenerlo abierto. Las luchas acerca de la libertad sexual, el matrimonio igualitario, la autonomía que pertenece según patrones culturales patriarcales solamente a los varones, involucran de manera decisiva este conflicto, esta impugnación de los modelos normativos. Así se ha logrado abrir una transformación cultural decisiva que lleva generaciones, en las que la ley que se sanciona es apenas un factor, indispensable según el funcionamiento de la democracia, pero una patita nada más.
Resta lo más duro de roer, permear el universo simbólico, las prácticas cotidianas…
Las normas positivas como el derecho tanto como las no escritas, las del cómo deberían ser las cosas, “patean para adelante” la disputa porque según los lugares y posiciones que se ocupen, desde dónde se hable, se viva, se experimente, se desee, se sea percibidx o interpretadx, las demandas y las opresiones hacen tambalear la armonía proclamada que se aplaza una y otra vez.
El escandaloso funcionamiento del poder judicial argentino ahora en primer plano pero de larga data, en realidad, quizás ayude a pensar esta audibilidad/inaudibilidad de las voces concretas. Algo de esto, al menos. La inaudibilidad que habilita la repetición de violencias e injusticias precisamente porque quien habla, quien enuncia, no es tenido en cuenta en la plenitud de su ciudadanía o humanidad. Inaudibles, quienes nunca aparecen en los relatos periodísticos ni en las estadísticas. La perversión de la invisibilidad de la violencia con la que convivimos, tanto como las de las relaciones desiguales que sostienen nuestras democracias igualitarias. Lo inaudible está en las denuncias que se cajonean en alguna comisaría o juzgado hasta que esa misma persona aparece cosificada, como el tema del día en los policiales. Objetos con los que se montan, por añadidura, operaciones de prensa. Entonces reaparecen los nombres de los universales, invocados por victimarios tanto como por víctimas, invocados por lxs indiferentes también que reproducen consignas sin considerar la complejidad, la brecha entre la enunciación de un derecho que se proclama y su ejercicio real y concreto. Este es el escándalo del conflicto, de la intrusión de quienes no eran contadxs y eran contenidos en esas abstracciones. De lxs inaudibles.