Osvaldo Drozd
«I went down to the crossroads, fell down on my knees.
I went down to the crossroads, fell down on my knees.
Asked the Lord above for mercy, «Save me if you please.»
De tanta casualidad reiterando el estribillo, de tanto repetirse una cifra, las cosas pierden su razón azarosa y se convierten en emblemas causales, y en señales de que algo que está más allá de nosotros, va tornándose cercano sin alcanzar a perder su halo mítico, y por qué no su existencia mágica.
En una seguidilla casi fatídica que se extendió por dos años precisos, fallecieron Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison, el primero el 3 de julio del ´69 mientras que el último el mismo día, pero de 1971. El común denominador fue que todos ellos tenían 27 años, convirtiéndose esa edad en una marca del ocaso casi sacrificial de talentosos músicos del rock y del blues. Muchos años después a la misma edad fallecieron Kurt Cobain y recientemente la vocalista Amy Winehouse.
Allá por el año ´71 me había comprado un álbum de los Stones que no recuerdo ahora como le habían traducido el título, pero que en el original lleva el nombre de Get Yer Ya-Ya’s Out! The Rolling Stones in Concert, un disco espectacular de la banda en vivo, donde se notaba mucho la influencia de su nuevo y blusero guitarrista Mick Taylor, quien reemplazaría a Brian Jones, con apenas 18 años y que provenía de los legendarios Bluesbreakers de John Mayall. Mucho rocanrol, pero en un momento irrumpía la voz de Mick Jagger entonando un viejo blues de nombre Love in Vain, que sorprendía gratamente. Ese tema era un clásico del género y su autor había sido el legendario Robert Johnson, tal vez uno de los más grandes emblemas míticos de la música que naciera en el delta del Mississippi, y justamente hablar de él es lo que me propongo habiendo hablado de los fatídicos 27, ya que el bluesman también había caído casi trágicamente a esa edad.
Robert Johnson había nacido en 1911 en el pueblo de Hazlehurst, y a los 20 años radicado en Robinsonville, escuchaba a los intérpretes de blues más conocidos de entonces como eran Son House, Willie Brown y Charley Patton, y también se animaba a emularlos, aunque nadie tuviera para con él demasiada consideración, y fue así que un día tomo su guitarra y se alejó para dedicarse a recorrer distintos poblados, para tocar en las esquinas, pasando la gorra, y con más suerte en los bares o en los honky- tonks cercanos a las plantaciones de algodón.
Dos años después regresó a Robinsonville, y ya no era el mismo, se había convertido en un guitarrista inigualable que con las cuerdas bajas marcaba un walking bass hipnótico y le agregaba el slide con el que daba la sensación de que la guitarra gimiera. Nadie podía creerlo y fue así que comenzaron las diversas conjeturas, como que había tomado clase de algún eximio intérprete del instrumento de seis cuedas, pero la que cobró más fuerzas fue sin dudas aquella que decía que Robert había pactado con el demonio, en un cruce de caminos. En ese cruce y donde los caminos se cortan había que llevar la guitarra y estar en el sitio preciso antes de la medianoche, y tocar algo, “Un hombre grande y negro irá hasta allí, cogerá tu guitarra y tocará para ti, hará sonar tu canción y te devolverá la guitarra” haciendo que el aprendiz sepa todo lo que necesita para tocar.
Solamente hay dos fotos y 29 canciones de Robert Johnson, y hasta algunos dudan de que haya existido. La leyenda cuenta que murió envenenado por el dueño de la taberna donde tocaba, ya que éste suponía que Johnson mantenía relaciones con su mujer, y por esta razón le convidó con una botella de whisky impregnada de estricnina. Tenía 27 años…