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Por Antonio Nicolau

La vida democrática de una nación como la Argentina está atravesada por un innumerable y contradictorio sistema de reglas y procedimientos que se asimilan a una percepción multiforme del significante “democracia”, al que el genial filósofo argentino Ernesto Laclau denominó como “significante vacío”, es decir, un concepto capaz de múltiples posibles lecturas que no se agotan en las simples formalidades corrientes a las que nos tiene (afortunadamente) acostumbrados este periodo que transcurre ininterrumpidamente desde 1983 hasta la fecha, sino que discurre en la historia viva de los pueblos, en las significaciones diversas que estos realizan del significante, muchas veces emparentados con ciertos “parecidos de familia” con algunas expresiones socialdemócratas de Europa, centro de exportación de profusos modos y hábitos de vida que supimos incorporar como un “habitus”, como un sistema de significaciones y prácticas estructurales y estructurantes de la vida social cotidiana y por tanto naturalizadas de nuestra sociedad argentina.
Así, nos permitimos identificar la democracia con el voto formal y sistemático (cada dos años) para elegir a quienes legítimamente nos gobernarán por medio de la soberanía popular que se expresa en esa voluntad circunscripta a un papel ora blanco y negro, ora de color.
También democracia se la sujeta a la idea de una libertad ordenada bajo dos preceptos clásicos del liberalismo smithiano: la propiedad individual y el lucro, ambas consustanciadas en una intrínseca relación que ambas pueden ser concebidas como madres entre sí mismas. Libre es aquel que posee propiedad y la propiedad se adquiere por medio del libre juego de las relaciones de mercado, es decir, de la utilidad rentística que fija las relaciones no solo económicas, sino fundamentalmente humanas.
Pero libertad es – al mismo tiempo – análogo a la facultad de expresión. Es que la palabra resulta ser la manifestación más profunda de lo humano porque revela el hombre al hombre. Negar la palabra es – de alguna manera – negar lo más humano que posee la humanidad.
Es cierto que en sociedades como la Argentina (de la que no escapan países cercanos de nuestra Patria Grande como Brasil, Chile, Ecuador, México, Venezuela, Colombia, Nicaragua, El Salvador, Guatemala) cercenadas por el auténtico autoritarismo de las Doctrinas de la Seguridad Nacional durante años (en nuestro caso una sistemática y esquizofrénica alternancia con gobiernos democráticos durante cuatro décadas), la libertad de expresión incita la atención general de todos los sectores de la población.
Particularmente esta década que transcurre, ha sido sustancialmente la etapa histórica que mayores y mejores niveles de libertad en todos sus sentidos, entre los que se incluye el de la expresión y el de la participación, ha logrado desplegar, ampliando el derecho a la comunicación. No sin altos costos.
Con una ley ejemplar, envidiada desde muchos rincones del mundo, elogiada por los EEUU, (aquel imperio por siempre envidiado por nuestra plebeya clase media) que no se ha animado a combatir a la furiosa cadena Fox claramente pro republicana, aspirada por el fabuloso y “Dílmico” Brasil al que todos los economistas del Consenso de Washington nativos alaban incesantemente, que tampoco logró alcanzar el consenso necesario para democratizar los medios dominados por la cadena O Globo, curiosamente tutelada por el mismo amo y señor que el autóctono “Clarín”, David Mulford.
Como nunca las cadenas mediáticas del poder cultural en un circuito en donde no se sabe dónde empieza el poder económico y dónde el poder mediático porque ambos están fuertemente entrelazados, han transitado por filosas sendas comunicacionales advocando una libertad que se atribuyen anónimamente en nombre de pocos, ensuciando nombres y apellidos por doquier, mancillando dignidades, denunciando mediáticamente lo que no pueden sostener en los tribunales, ejerciendo un periodismo de investigación que sería desaprobado en el primer año de la facultad homónima de cualquier universidad del mundo, humillando e infamando públicamente investiduras elegidas por la voluntad popular a la que dicen representar sin haber sido votados.
Exasperados en una brutal carrera por alcanzar mayores niveles de popularidad y de protagonismo que la altura de la historia les niega, se lanzan furiosamente a denostar a un pueblo que, aún en medio de las dificultades innegables por las que este proceso político transita, no parece estar demasiado decidido a despojarse. Tal vez porque lo que está enfrente (¿o detrás?) es una prefiguración del averno del que venimos y al que se pretende regresar.
Lanzados a la búsqueda de escenarios propicios, exhiben abiertamente su odio, proyectando – en el sentido que el célebre psiquiatra austríaco le otorgó a los mecanismos defensivos expresados en su teoría psicoanalítica – sus aborrecibles emociones en aquellos a quienes aborrecen, eso sí, en nombre del amor a la patria y a las buenas prácticas democráticas.
Demás está decir que el judaísmo no está representado en muchos personajes judíos. Eso ocurre con cualquier expresión religiosa como política. Ser judío no enjuga las almas de quienes lo son ni absuelve a quienes sudan aborrecimiento. El Judaísmo, como el Cristianismo, con sus historias de idas y vueltas, de persecuciones y de reconciliaciones no es el que está en cuestión. Pero el escudo de ser judío para sostener una idea de “nazismo”, de “totalitarismo staliniano” asociado con corrupción fascista, está lejos de poder ser considerada una idea pacífica, cuasi religiosa que invite a un cambio profundo y positivo en nuestra democrática república Argentina.
Nadie que puede difundir abiertamente en un ambón tan significativo semejante exceso sin que alguien le esté esperando en la puerta para llevarlo a ver el crecimiento de los rabanitos desde abajo, puede aducir que está en una “democracia nazi” o una “república stalinista” con “juventudes hitlerianas” que – cuales ordas de fanáticos – están dispuestos a matar si fuera necesario para sostenerse en el gobierno.
Las clases dominantes históricamente han tenido el poder y se las arreglan para conservarlo. Tal vez, lo que este proceso político les haya arrebatado – democráticamente – es el gobierno, mas no el poder. Pero amanece el momento en que el cansancio de los sectores hegemónicos de estar al margen del gobierno, concluya. Y se han decidido a retomarlo. A cualquier precio.
Solo el que tiene el poder de estar avalado por los mismos poderes que lo llevan hasta el altar mediático puede expresar una apología de la desmesura.
No se condice la democracia de expresar tamaña plétora con la realidad que dice acusar. Es porque hay plena (y abusada) libertad de expresión es que se puede imputar a un gobierno elegido popularmente por una mayoría abrumadora, solo desplazada por el recordado ’73.
Un oxímoron es una figura literaria retórica consistente en usar dos conceptos de significado opuesto en una sola expresión que genera un tercer concepto de carácter absurdo por el que se fuerza al interlocutor a comprender el sentido metafórico. Una hipérbole es un tropo que consiste en exagerar una expresión, aumentando o disminuyendo la verdad de lo hablado.
Una nación gobernada por un liderazgo democráticamente elegido por la voluntad soberana popular, con amplias mayorías, que garantiza libertades inimaginables en los tiempos iniciáticos de esta democracia aún necesitada de fortalecimiento en variadas direcciones, con resignificaciones múltiples y diversas que aún constituyen una deuda política, la manifestación avalada y aplaudida en el monólogo de IDEA no es más que un oxímoron hiperbólico al que deberán confrontar democráticamente en las urnas… si es que verdaderamente lo creen.

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