Civiles, militares y la obsesión por clausurar el pasado

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Por Mauro Castro

   El fuego cruzado entre oposición y oficialismo giró en los últimos días en torno a la política de derechos humanos. Dos candidatos presidenciales sostuvieron elípticamente que en lugar de proseguir con los juicios a los represores de la última dictadura cívico-militar el gobierno debería aunar esfuerzos para resolver las problemáticas de inseguridad y desigualdad social, como si el trabajo en ambos campos fuera excluyente.

   Primero fue Mauricio Macri, líder del PRO, quien aseguró que con él se acabará el “curro de los derechos humanos”. Le siguió el diputado del Frente Renovador, Sergio Massa, que, con idéntica soltura, reclamó “cerrar la etapa de los derechos humanos”. En el medio tuvo lugar una siniestra revelación de Ernesto “Nabo” Barreiro, jefe de torturadores del centro de exterminio cordobés La Perla, que entregó a los jueces del TOF N° 1 una lista que podría develar el paradero de 25 desaparecidos.

    No son pocos los analistas políticos que identifican estos tres episodios como parte de una historia que, vale aclarar, no es nueva ni mucho menos inocente.

La reconciliación, un viejo debate

    El miércoles 10, Barreiro acaparó la atención de la prensa tras revelar el lugar donde habrían sido sepultadas 25 personas que figuran como desaparecidas. Las interpretaciones de la prensa hegemónica hablaron de un quiebre en el pacto de silencio de los genocidas que torturaron y asesinaron bajo el mando de Luciano Benjamín Menéndez, comandante del III Cuerpo de Ejército durante la dictadura. El carácter “histórico” del hecho fue resaltado tanto por Clarín como por La Nación, los dos periódicos de mayor circulación a nivel nacional.

    La notoriedad mediática adquirida por Barreiro en los últimos días llevó a que las crónicas periodísticas rememoraran la rebelión de la Semana Santa de 1987 desencadenada, precisamente, por la negativa del “Nabo” a presentarse ante la Justicia federal. La consecuencia más resonante de aquel amotinamiento en Córdoba, replicado luego por Aldo Rico en Campo de Mayo, fue la sanción en junio de la Obediencia Debida, que produjo el desprocesamiento de cientos de represores condenados por delitos de lesa humanidad. Ante el repudio unánime del movimiento de derechos humanos, el radicalismo justificó aquella medida en la necesidad de alcanzar la reconciliación entre civiles y militares, voceada enérgicamente por la cúpula eclesiástica y por los propios genocidas.

En rigor, la prédica a favor del perdón data de principios de los ’80. La visita al país del papa Juan Pablo II en junio de 1982 inauguró la etapa de la “reconciliación” entre víctimas y victimarios, fuertemente impulsada por la Iglesia Católica en los primeros años de la transición democrática. Vale señalar como ejemplo el documento elaborado por la Conferencia Episcopal Argentina el 11 de mayo de 1985 titulado “Consolidar la patria en la libertad y la justicia”; allí los obispos llamaban a “levantar la bandera de la reconciliación, con humildad y confianza, con magnanimidad y coraje” y se autoproclamaban como “artífices y animadores de la unidad de todos”.

    Ahora, 27 años después, la presunta necesidad de reconciliación se instala nuevamente en la agenda mediática. De ello da cuenta La Nación en su edición del jueves 11 al afirmar, a propósito de la confesión de Barreiro, que en los últimos meses habría comenzado a circular en el Ejército la opción de promover “un pedido de perdón y reconocimiento de responsabilidades, como un aporte a la reconciliación”. Resulta significativo que el que amplifique esas versiones sea el diario de los Mitre, que en sus columnas editoriales suele llamar presos políticos a los militares condenados y asegurar que sólo sobrevendrá un futuro de prosperidad si deja de removerse el pasado.

    No sorprende entonces que los grandes medios gráficos, particularmente La Nación, fantaseen con que la “confesión histórica” de Barreiro permitirá iniciar el camino de la reconciliación, aunque tan sólo un día después el propio represor, con inaudito cinismo, haya negado rotundamente que en La Perla hubieran existido desaparecidos.

Memoria, verdad y justicia: un proceso irreversible  

    Circulan por estos días toda clase de hipótesis para explicar estos hechos. Que Barreiro quiere “colaborar” con la justicia para reducir el monto de una eventual condena en la megacausa de La Perla; que Macri y Massa desacreditan groseramente la política de memoria, verdad y justicia para congraciarse con sus aliados políticos y mediáticos involucrados en la represión ilegal; o que, sencillamente, se oponen a los juicios pues ven en ellos una de las banderas reivindicadas por el oficialismo a lo largo de su gestión. Todas son válidas.

    Sobre la primera, basta decir que parece ingenuo creer en la buena fe de Barreiro teniendo en cuenta el antecedente de las declaraciones de Macri. ¿Será que el torturador especula con un recambio presidencial en 2015, como sostienen referentes de derechos humanos y periodistas que apoyan su lucha? Porque, siguiendo la lógica de quienes bregan por el fin de los juicios, no sería conveniente continuar con los juzgamientos y arriesgar así la paz entre los argentinos; más ahora que los responsables de las violaciones a los derechos humanos habrían decidido romper el pacto de silencio y solidarizarse con los familiares de las víctimas, según interpretan ingenuamente los promotores del perdón.

    Respecto al segundo de los motivos señalados, es preciso consignar que la llegada de los militares al poder benefició económicamente al grupo empresarial de Francisco “Franco” Macri, padre del Jefe de Gobierno porteño. Según señala el periodista Vicente Muleiro en su libro “El golpe civil”, el crecimiento del grupo fue ostensible a partir de 1976 con la construcción de importantes edificios de la Capital Federal (las torres Catalina Norte y Puerto Madero) y la fundación de la empresa Pluspetrol, destinada a la exploración de reservas de gas y petróleo en el Sur, entre otros negocios. Muleiro advierte también que los Macri recibieron un increíble favor del Estado terrorista, que en 1982, a través del ministro de Economía Domingo Cavallo, estatizó la deuda privada.

    Massa tampoco está al margen de los vínculos con los colaboradores de la represión. El periódico Tiempo Argentino aporta un dato interesante en su edición del domingo 15 al recordar que Vicente Massot, director del diario bahiense La Nueva Provincia, expresó públicamente su apoyo a la candidatura del líder del Frente Renovador. Massot está imputado como coautor del asesinato de dos obreros gráficos que en 1975 encabezaron una huelga contra la gerencia de LNP, medio que celebró en sus editoriales la masacre militar. El empresario periodístico considera, según la crónica “No fui yo, fue mamá” publicada por la revista digital Anfibia, que Massa es “una figura nueva de la política” nacional, a la par que asegura que el kirchnerismo tiene “fecha de vencimiento para diciembre de 2015”.

    En aquellas jornadas de abril de 1987, cabe recordar, las Fuerzas Armadas eran todavía un actor político de peso capaz de forzar las decisiones de los gobiernos civiles. Hoy no son sólo los militares quienes están en el centro de la escena, sino el bloque civil que apoyó activamente su política represiva. Esto incluye, por supuesto, a los medios masivos de comunicación: lo prueban las investigaciones sobre la adquisición fraudulenta de Papel Prensa S.A. por parte de Clarín, La Nación y La Razón; la causa que se sigue contra Massot; y la complicada situación judicial de Agustín Botinelli, ex editor de la revista Para Ti que en 1979 publicó un reportaje fraguado a una detenida de la ESMA. Botinelli, debe agregarse, es el primer periodista procesado por su responsabilidad en delitos de lesa humanidad.

    La tercera de las razones consignadas anteriormente merece especial atención. Si efectivamente los referentes opositores creen que las consignas de juicio y castigo son patrimonio exclusivo del kirchnerismo pecan de una torpeza política asombrosa.

       De todas las réplicas oficiales, acaso las más certeras fueron las de Martín Fresneda, secretario de Derechos Humanos de la Nación, y del fiscal Jorge Auat, titular de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad. Fresneda afirmó que “el pueblo se encargará de mantener bien altas” las banderas de memoria, verdad y justicia; Auat hizo otro tanto al sostener que la clausura de esa etapa no depende de “una decisión de escritorio” pues fue “el conjunto de la sociedad” el que impulsó los juicios a los genocidas.

     Los que claman por un eventual indulto, incluso cuando el Congreso Nacional le dio media sanción en noviembre a un proyecto que prohíbe amnistiar los delitos de lesa humanidad, no deben soslayar ese dato. Porque no serán los dirigentes oficialistas quienes encabecen la resistencia, sino las miles de personas que militan a favor de la reparación histórica y que creen, por fortuna, que no será la confraternidad sino el castigo a los responsables del genocidio la única vía para evitar su repetición.

 

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