Panama- Crece la deuda: más pobreza y mayor desigualdad
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Walter Barboza

Las cacerolas llevan tronido, pero no es chubasco. Saltan los manifestantes porque aseguran que “no son negros K”. Injurian y prometen venganza. La distancia entre el “Viva el cáncer”, que se hiciera famosa como blasfemia contra una Eva Perón muy enferma, achica los tiempos históricos. ¿Acaso la historia se torna cíclica como pensaban los Aztecas? ¿Es la experiencia política anterior, que se repite como una paradoja del destino? Civilización y barbarie, en tiempo presente. La paquetería y el estilo europeo de la clase media de zona norte que desdeña la distribución del ingreso.

La igualdad, fundamento político y filosófico del espíritu revolucionario de la Francia de 1789, es sólo aceptada por puro snobismo. Cuando ese principio se pone en práctica, se plasma en política concreta, la igualdad genera rechazo y odio. Esa clase media reclama un rasgo distintivo, un elemento que reafirme la vitalidad de su pertenencia a un sector social determinado. Se alarma cuando esos límites que la distinguen como tal, nivel de ingresos, acumulación patrimonial, nivel educativo, se tornan difusos. Cuando esa gente de color oscuro, sin origen, sin tradiciones, brutal, accede a los privilegios de clase. La cacerola suena para manifestar descontento.

El tono amenazante con el que se refieren a la figura presidencial rosa con el fascismo más recalcitrante. ¿Será que se agotan los privilegios de clase? Aspiran a torcerle el brazo al gobierno, olvidando que el resultad de las elecciones pasadas. Una derecha amorfa, e inconducente, diatriba en los foros de los diarios de alcance nacional. La sociedad se divide en dos y todos se sienten obligados a jugar. Sólo que un sector, el que no gobierna, es capaz de cometer locuras en el medio de su torpeza. Hablan de marcha civilizada, de una república imaginaria e ideal, de una verdadera democracia. Obviando que Argentina se sumergía en la más profundas de las ignominias, en tiempos en que los “caceroleros” disfrutaban de las playas de Cancún cuando podían comprar un dólar barato. Que las fábricas cerraban por doquier, como consecuencia de la apertura económica. Que las dos terceras partes de la población quedaban sumergidas en la pobreza, como consecuencia de la creciente desocupación. Qué ironía, antes desesperaban por los patacones, ahora reclaman dólares.

Despectivamente vomitan una bilis viscosa, que se pegotea en foros y redes sociales, en la que ofenden a las comunidades peruana, boliviana y paraguaya, porque de infelices jamás podrían hacer los trabajos que esas colectividades desarrollan en la construcción, en la fabricación de prendas textiles que la clase media paga barata para fabricar, pero compra cara en las tiendas de zona norte; o bien adquiriendo las verduras que los quinteros de las zonas rurales cosechan de sol a sol y que venden en las calles paquetas que esa clase media camina mirando con desprecio.

Los golpes bajos y las líneas argumentales se renuevan. La crítica ahora es por izquierda. Cuando un funcionario opina sobre la inconsistencia de la movilización, la respuesta de la prensa contumaz no se hace esperar: “Esos que critican la marcha no son los negritos del conurbano, son los funcionarios de un gobierno que vive en la zona de Puerto Madero”. Como si el empresariado argentino, y sus periodistas adictos por contrato, fueran los guardianes del patrimonio argentino, como si ejercieran su profesión ad honorem, desinteresadamente, como si fueran Carmelitas descalzas que hacen su trabajo por fe religiosa.

A esta altura de los acontecimientos vale aclarar que este cronista, que no se despega de su trabajo porque parte de su tarea es la vida cotidiana, pudo ver que mientras un grupo de manifestantes se concentraba cerca de la Avenida 9 de Julio, los trabajadores que desde muy temprano viajan con el tren de la Línea Sarmiento, o cualquiera de las líneas que se dirigen hacia el conurbano oeste, se apoltronaban en los pocos espacios que encontraban. Algunos, los menos, los que lograron sentarse, iban a los cabezazos limpios del sueño acumulado durante el día; otros, los que van parados porque la fortuna no los ha favorecido, duermen como pueden apenas sostenidos por sus piernas; algunos sumergidos en un sueño profundo, que los mece y hamaca al ritmo empecinado del tren. En esas imágenes, que en fracciones de segundos se cruzan por sus cabezas, no hay nada de onírico. Todo es material y concreto. El sueño del primer auto usado, los planes para unas vacaciones en la costa bonaerense, la compra de los electrodomésticos que confirmarán que la movilidad social ascendente no es una definición de los manuales de historia, sino la puesta en práctica de una política que en un esquema binario implica que en la distribución equitativa del ingreso algunos deberán resignar parte de sus ganancias. Sin ello, sin un gobierno que tenga esa actitud frente al poder económico, no es posible un país con inclusión. Ese concepto, caso curioso, no estuvo presente en las consignas de los caceroleros. Equidad, matriz distributiva, son palabras ajenas a sus vocabularios.

Tan desesperados y huérfanos están, que las fuerzas políticas de la oposición creen ver la posibilidad de unificar fuerzas para una batalla común. Allí no los une un programa único, tampoco las coincidencias ideológicas, muchos menos las perspectivas políticas, sólo el afán mezquino de acceder al poder con el sólo fin de llegar. Una carrera alocada, a tontas, carente de un hilo que los pueda enhebrar a todos juntos. Paso en 2004, ocurrió en 2008, vuelve a suceder en 2012. Son las regularidades de un proceso político que genera más sensaciones personales, y aromas triunfalistas, que datos certeros de la realidad.

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