La historia de la tía Antonia

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Walter Barboza

imagesNunca más la vi a la tía Antonia. Me hubiera gustado hacerlo. Seguramente hubiera habido muchos momentos para indagar sobre su pasado militante en Montoneros o sus aventuras y desventuras como militante de base de la Juventud Peronista.

Sólo tengo algunos registros de la época previa al golpe cívico-militar del año 1976. Estaba de novia con Daniel, un canillita que vivía cerca del Cementerio de Berisso, que la solía acompañar con frecuencia a mi casa paterna y con el que compartía sus horas de amoríos y militancia social.

En la casa de mis padres se quedaba durante algunos días y después se marchaba sin más. Era una especie de rutina que ella repetía entre su trabajo como empleada doméstica y su acción política en los barrios. Cuando podía trabajaba cama adentro, pero como la pasión militante de los años 70 era un torbellino que arrastraba todo, Antonia prefería trabajar dos o tres veces por semana, ganar unos pesos y volver a los barrios.

Por aquellos años, entre 1973 y 1976, Berisso era un pueblo muy pequeño de casi cuarenta mil habitantes que se distribuían entre el centro comercial y los caseríos que crecían con la llegada de migrantes internos que se asentaban con la intención de buscar mejor fortuna. Santiagueños, correntinos, tucumanos, chaqueños, cordobeses, se radicaban con la intención de insertarse en las industrias de la zona, mezclándose con inmigrantes de origen polaco, bielorruso, ucraniano, búlgaro, árabe, italiano, español, portugués o irlandés. Con lo cual el barrio en el que me críe y crecí, era una especia de Babel en la que además de aprehender algunas palabras que pertenecían a los pueblos originarios, aprehendíamos aquellas que formaban parte del acerbo extranjero. Aunque allí nadie parecía de otro pueblo, porque esa Babel era el mejor terruño que podíamos encontrar los pibes del barrio, a pesar de que eran muy pocas las calles asfaltadas y que los vecinos improvisaban baldosas en las veredas para evitar que las señoras y los chicos quedaran empantanados en el barrial que generaban las fuertes sudestadas.

Es decir la pobreza, o la escasez de recursos, eran la nota saliente de un extenso caserío de construcciones desalineadas que no respondía a una arquitectura en particular. Casas modestas, menos modestas y muy modestas que se iban levantando como cada trabajador pudiera.

En ese escenario, acompañado por las cumbias del Cuarteto Imperial, que salían de alguno de los tantos Wincofón del vecindario, andaba Antonia. Guapa, una más entre los hombres, dispuesta a pelear con quien sea. Embriagada por la “primavera camporista”, por los sueños que soñaban los pobres o por sus propios sueños. Desechando los consejos de su Tía Clara, sobre el peligro que significaba “andar en cosas raras”. Pero Antonia, que apenas sabía leer y escribir  y era tozuda como una mula, siguió adelante.

Cierta vez, en la pared medianera de la casa de los Fernández, apareció una leyenda que decía en letras grandes y gruesas “MONTONEROS”. Se podía ver a la distancia porque entre la casa de los Fernández y la casa de mis padres había por lo menos cuatro lotes de separación. Yo, que no entendía la dimensión o la potencia del significado de esa palabra, la había incorporado al paisaje del barrio. De hecho tengo en la retina una fotografía de época: al lado de la pared los Fernández habían improvisado un estacionamiento para las camionetas que usaban para traer los cajones de la verdulería familiar; allí, cuando las camionetas salían, nosotros armábamos la cancha en la que jugábamos con bolitas de todos los colores y tamaños. Así estábamos durante gran parte de la tarde: entre las letras de la “M” que tenían casi medio metro y los juegos infantiles de la época. Toda una fotografía del momento histórico. Si Vittorio De Sica la hubiera visto, no hubiera dudado un segundo en filmar una escena típica del neorrealismo italiano. Hasta puedo imaginar el plano general lo más abierto posible, para registrar la cabeza de esos chiquilines ingenuos con un fondo que reza: “MONTONEROS”.

Sin embargo no era una leyenda más, o por lo menos en lo que a la tía Antonia se refiere, puesto que años después empecé a atar cabos sobre la historia familiar y su relación con la política de entonces. Ocurrió cuando en menos de tres años el mundo cambió diametralmente. Para mí, que apenas tenía siete años, el tiempo era una dimensión extraña, omnipotente y omnipresente, superior a la idea de Dios. Con lo cual, decir que lo que pasaba en la vida diaria parecía quedar congelado eternamente es poco. Así fue que, sin más, pasamos de una democracia a una dictadura, o por lo menos para los pibes del barrio que no entendíamos ni “J” de la vida. Y con ello no volví a ver a la tía.

Antonia reapareció un día de invierno del año 1977 0 78. Estaba hecho un estropajo. Con signos de haber estado mal alimentada, sucia y llena de piojos. Es decir: en un estado de abandono total. En nada se parecía a la Antonia de los años anteriores. Se reunió con mi madre, la que con paciencia la ayudó a higienizarse y sacarse las matas de piojos que anidaban en su pelo y narró parte de su periplo.

Al parecer con el golpe de estado decidió refugiarse para evitar caer en manos de las patotas militares. Así fue que, allí no tengo mayores precisiones del relato, se escondió en el monte de la Isla Santiago o la Isla Paulino. A decir verdad a esta altura es un dato menor,  porque lo concreto es que no tenía estructura para hacer grandes movimientos o desplazamientos por la provincia de Buenos Aires o el interior del país. Es decir no tenía un peso partido al medio. Le había pasado lo que a muchos militantes barriales cuando la “ORGA” decidió pasar a la clandestinidad: quedó desprotegida. ¿Qué contradicciones le habrán generado las decisiones de la conducción de Montoneros? ¿Habrá tenido la razón suficiente para comprender los tiempos que venían, si la espiral de violencia política no cesaba? Pero Antonia no entendía mucho de ello. Sospecho que sólo habrá prestado mucha atención al consejo de algún militante conocido que le recomendó “borrarse” por un tiempo.

Así lo hizo hasta que apareció y se volvió a ir. Después, lo demás, es un recuerdo fugaz sobre sus idas y venidas, su ruptura con Daniel, su alejamiento obligado de la tarea barrial, su radicación definitiva en las afueras de La Plata y su primer matrimonio.

Reencontré a la tía Antonia en un velorio a comienzos de 2003. Habían pasado muchos años y su imagen estaba notablemente cambiada. Allí fue cuando comenzó a cobrar valor su figura. Primero fue el asombro del paso del tiempo, la pena de no vernos tan seguido, sus pesares económicos y sus problemas de salud. Ello habrá llevado la primera hora de conversación, hasta que comenzamos a repasar el presente político y hablar del pasado.

Los sucesos del pasado suelen ser difusos en tiempo y espacio, sobre todo si responden a experiencias traumáticas. Será por ello que a Antonia, a la que la pueblan los recuerdos de aquella época, le cuesta ubicarlos en su justo lugar. Dijo que un día del año 77 la detuvo personal policial dela Comisaría Primera de Berisso, cuando este destacamento estaba ubicado en donde hoy funciona el Juzgado de Faltas Municipal. Que no sabía si fue antes o después de su paso a la clandestinidad. Que el oficial que la detuvo -la comisaría estaba a cargo de una mujer de apellido Asabeto-  la interceptó en una parada de colectivos del centro de Berisso a las nueve de la noche. Que la llevaron detenida con el sólo afán de interrogarla. Que en la indagatoria le preguntaron que hacía por ahí a esas horas. Que ella se plantó firmemente y dijo que le dejaran ir porque no estaba haciendo nada malo. Que el oficial quiso humillarla y amenazaba con encerrarla en una celda. Que ella le retrucaba que la dejara ir porque sino se iba a armar la de “San Quintín”. Hasta que finalmente la demora concluyó y se fue como si tal cosa. Guapa la Tìa Antonia, desafiando cara a cara a los policías que la detuvieron.

Sobre su escondite en el monte no dio detalles, aunque aclaró que la pintada con la leyenda de “MONTONEROS”, que permaneció indeleble en la pared de los Fernández por lo menos hasta el año 1988, la habían hecho ella y Daniel una noche de invierno del año 1974. Sin querer, o sin pretenderlo, el escrito se había convertido en una suerte de símbolo mudo de la resistencia contra la dictadura cívico-militar.

Mucho tiempo después, y no por sus dichos, entendí que había militado en la agrupación “Mariano Pujadas”, la que había sido fundada en homenaje a uno de los mártires de la masacre de Trelew, y que estaba ubicada a dos cuadras de la casa de Daniel, en la zona de la calle 158 y 15 y muy cerca de la casa de mis padres.

Se percibe, se nota, se advierte, que hay algo que en lo elemental de su formación la tía Antonia había aprendido algo: había que preservar datos e información y moverse con suma cautela para evitar la posibilidad de la caída de otros compañeros.

Tal vez el corolario de la tía haya sido lo siguiente, o lo último que alcanzó a comentarme antes de que nos despidiéramos: a mediados de la década del ochenta, y cuando todavía era un estudiante dela Universidad Nacional de La Plata, un actual Ministro del Gobierno Nacional frecuentaba su casa en el barrio de Lisandro Olmos. La tía lo recordaba con frescura, porque era un militante territorial que iba a la zona a trabajar con los vecinos. “Venía siempre a comer a casa. Años después lo encontré en un acto convertido en Intendente y él me reconoció y me saludo con un: ¡Como estás Antonia! Yo nunca le pedí nada ni a él, ni a nadie. Aunque siempre espere algo de todos”.

La tía Antonia vivió permanentemente en la carencia. En una casa  muy modesta que construyó con mucho esfuerzo. Se casó legalmente con Hugo, después de 15 años de convivencia y un hijo ya adolescente. Luchó siempre por un país para todos, por un país más justo, más libre y soberano. Quizás ese país haya llegado en algún momento de la historia argentina, pero ese país, al menos para ella, siempre estuvo por venir.

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