«Qué florezcan mil flores»; contra el Pensamiento Único
26 marzo, 2011

Carlos Aprea

Como para que la memoria no nos juegue una mala pasada, por la fragilidad que dan los años, por las peligrosas generalidades, la foto de Cecilia sale a mi encuentro y su recuerdo me asalta como una hermosa llamarada del corazón a la cabeza, de la cabeza al corazón. El pulso de uno vive y se alimenta de esos fuegos, que habiendo sido allá lejos, le dan, aún hoy, sentido al vivir.Conocí a Cecilia Salomone en 1975, en la Escuela de Arte de Berisso. Ella, militante de la UES, formaba parte de un pequeño grupo que actuaba en la escuela y se reunía en la casa de un gran amigo mío de esos años: el negro Ricardo. Allí, más por amistad y curiosidad que por compromiso o acuerdo político, me sumé a las modestas tareas que el grupo planificaba y realizaba en las calles de Berisso. Me sumé, ridículamente, como «independiente», no era peronista y me resultaba imprescindible dejarlo claro. Sobretodo en ese año terrible del ´75, con «el Viejo» muerto y los asesinos adueñándose de la escena en nombre del «verdadero peronismo». Ridículo e inconsciente del alcance de lo que se venía, salía con en grupo por la noche vestido con mi uniforme de soldadito de franco. Yo estaba en la colimba en ese año y no tenía tiempo de ir a casa, cambiarme y llegar a tiempo a la escuela. Así anduvimos hasta que un buen día, cerca de fin de año, fue Cecilia la que me planteó el no va más. Me lo dijo clarito: «si a nosotros nos agarran por ahí zafamos, pero vos, así vestido, primero te ligas un tiro y después se van a preguntar quién sos». Quedé molesto, caliente. a partir de allí se acabaron las salidas para mí, solo hice trabajo interno en casa de Ricardo y al poco tiempo nada. Así, tan concluyente como solidaria era Cecilia. De algún modo, sumo otro detalle, otra causa por la que me salvé.Pero también, mas allá de su seriedad, de su aspecto formal y concentrado, era una mujer joven, llena de sueños y esperanzas por venir. Conmovido, la escuché cantar «Niño, mi niño, vendrás en primavera…», nunca había escuchado una versión tan sentida y ausente de artificios, tan honda, en medio de un profundo silencio, en el Círculo de Residentes Santiagueños de Berisso. Ni siquiera la sonrisa afectuosa del «Pícaro», su compañero/responsable en la UES, (con los años supe, o creí saber, que ese muchacho serio y entrañable, que apenas conocí fue Alfredo Reboredo, que desapareció en 1978) podía distraer su vocación de entrega, el fuego sereno y concentrado de su militancia.

Se acabó el ’75, salí de la colimba poco antes del golpe y empecé la Facultad. Todo había cambiado violentamente. Afloraban en la ciudad los nuevos conversos que por fin disfrutaban del orden añorado. Nosotros, llenos de precauciones, nos movíamos en una ciudad sitiada para vernos, para no perder el lazo, para saber que aún sobrevivíamos. Yo con mi renovada desesperanza escondiéndome en el estudio, Ricardo e Isabel trabajando, militando en secreto, criando hijos entre lágrimas y dientes apretados, y la muchachada de Berisso tomando refugio, huyendo de los perros asesinos, comenzado el exilio. A Cecilia la crucé en algún momento, ya no recuerdo cuando ni porqué, estaba por irse con su padre a pescar, un lugar que me resultaba exótico, extraño: Bahía Creek, en la Patagonia. Parecía que alguna forma de vida continuaba, pese a todo. Me equivoqué una vez más.
Cecilia desapareció en el otoño del ´77. Yo andaba en otra cosa, en huir, en tratar de vivir empapado de miedo.Mucho tiempo pasó, ya sabemos, dolor, barro y mierda de olvido, de impunidad, de desmemoria. Pero hubo madres, abuelas, familiares, locas y locos de un amor que parecía extinto y sin embargo siguió vivo, el recuerdo se preservó mas allá de las miserias políticas. Un día me crucé con su foto, colgada en un cordel, en la Plaza San Martín, otro día vi su rostro y su nombre en un homenaje en la Facultad de Agronomía, donde estudiaba en esos años. Y hace poco, apenas ingreso al Espacio Cultural Nuestros Hijos (EcuNhi) en la Ex ESMA para la presentación de la Antología «Si Hamlet duda le daremos muerte» (que preparó Julián Axat para Libros de la Talita Dorada), veo su rostro, luminoso, como si una extraña luz colada desde alguna ventana, la iluminara para mí, para verla otra vez, para saludarla en silencia, para decirle una vez más: aquí estamos Cecilia, no te olvidamos.

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